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ASCENSOR PARA EL CADALSO: Ciudad solitaria


Cantaba Carlos Gardel en una de sus composiciones (tarea esta que compartía con Alfredo Le Pera) más triunfales e imperecederas aquello de “sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada”, tal vez siguiendo más o menos conscientemente la teoría que Einstein formuló a principios del siglo XX, reduciéndola bastante pero, sin lugar a dudas, incidiendo en aquel aspecto que más ha calado en el sentir popular, el que señala cómo el mismo lapso de tiempo es recibido de manera muy diferente por unas personas u otras según a qué lo estén dedicando o todo lo contrario, es decir, cómo todo en varía en función de lo grata o ingrata que nos resulte una tarea, de lo entretenidos o aburridos que nos sintamos, de la(s) persona(s) con quien(es) vivimos ese momento, de mil factores que si bien no afectan a la medida del mismo (es decir, una hora va a tener siempre 60 minutos o un día 24 horas) provocan que el tiempo se nos escurra entre los dedos, pise el acelerador o se dilate insoportablemente, parezca no terminar nunca (recordemos ese timbre que marcaba el final de las clases, a nuestro juicio siempre con retraso). Y el tiempo es igualmente implacable o generoso con las manifestaciones artísticas, algunas se transforman en imperecederas en poco tiempo, otras desaparecen sin dejar huella o apenas un recuerdo tibio, las hay que necesitan años y perspectiva para consolidarse y ser (bien) consideradas, aquellas quedan como vestigio de su momento, falsa o excesivamente modernas, coyunturales o meras modas.


Maurice Ronet, Jeanne Moreau

Y en estas, 60 años después, “Ascensor para el cadalso” permanece y no deja de aumentar sus múltiples virtudes, la ópera prima de Louis Malle se reafirma en cada revisión, no ha perdido ni un ápice de su fuerza, de su modo de abrir brecha (algo, por otro lado, que, de una manera u otra, marcará prácticamente toda su filmografía), de su ruptura con lo establecido, con lo impuesto, con lo aparentemente intocable. Puede que su máximo acierto fuese, precisamente, no pretender nada más que contar una historia más o menos convencional de otra manera, aportando una mirada propia, rehuyendo ciertos esquemas pero sin renunciar a ellos, es decir, siendo revolucionario sin presumir de ello, sencillamente lanzándose a por todas, el caso es que su película (y otras varias que vendrían, pero ahora nos centramos en esta) continúa perturbando, absorbiendo, atrapando, golpeando y sobre todo cautivando, asombrando y haciendo disfrutar. Y ahora que, como decimos, se cumplen seis décadas desde que un puñado de músicos fueron poniendo música a las imágenes que les proyectaban hasta parir la apabullante banda sonora del filme, cuando el próximo enero se celebrarán los 60 años del estreno en Francia, es buen momento para recuperar un texto que, destinado a un libro que permanece inédito, se asoma a la vorágine de sensaciones que la explosiva e irresistible combinación del rostro (con mención especial para los ojos) de Jeanne Moreau, las imágenes que capta Louis Malle y la música de Miles Davis siguen (y seguirán) provocando.


Miles Davis, Jeanne Moreau

“Algunos han querido ver a Malle como integrante directo de la Nouvelle Vague francesa junto a figuras reconocidas en dicha corriente como Godard, Truffaut o Chabrol, y aunque algunos elementos pueden encajar en cierto sentido, descubrir cada filme del propio Malle es descubrir elementos innovadores y distintos en cada título de su filmografía. De ahí su peculiaridad de inclasificable”.

(Alberto Quintanilla)


La mayoría de las manifestaciones artísticas no adquieren carta de naturaleza hasta que no son bendecidas por Francia; otra cosa bien distinta es su afán por vender como propio lo que tan sólo es una adopción, un acogimiento, un prestarse como plataforma para que el mundo sepa que alguien y/o algo existe: no le basta con poder atribuirse el mérito del descubrimiento, del espaldarazo, de la asunción a los altares, el chovinismo francés (envidiable en cómo aprecia y valora lo que considera y siente como suyo) quiere cambiar las nacionalidades y llega a falsear biografías a pesar de que Picasso naciese en Málaga, Simenon –del que luego hablaremos- fuese belga o el jazz una música pura y netamente estadounidense; sobre lo que pueden albergarse pocas dudas, lo que no puede minusvalorarse es la decisiva intervención, sobre todo de la ciudad de París, en el hecho de que el cubismo floreciese como lo hizo, las historias que en sus calles transcurren con el comisario Maigret como protagonista engrandeciesen y dignificasen el género policíaco y el jazz saliese del gueto y dejase de ser considerado “una música de negros” (expresión que se pronunciaba -y hay quien aún lo hace- con el mayor de los desprecios y con todas las connotaciones racistas posibles). Así lo sintió el gran Miles Davis en su primera visita a París ocurrida en 1949: no sólo le pusieron la corona que merecía como maestro, sino que la intelectualidad del momento, la que tenía verdadera influencia en la vida cultural y política, le abrió los brazos como a uno más y le confirió la aureola mítica que ya nunca le ha abandonado; al frecuentar el círculo de Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Boris Vian y Juliette Gréco, el trompetista estableció unas relaciones que le llevarían, ocho años después, a crear la inolvidable banda sonora de la ópera prima de Louis Malle, una partitura prácticamente improvisada en una noche de grabación (la del 4 al 5 de diciembre de 1957 en el estudio Poste Parisien, donde Jeanne Moreau montó un a modo de barra para atender las peticiones alcohólicas de músicos y técnicos), una música que logra una simbiosis pocas veces alcanzada entre notas e imágenes, quedando indisolublemente unida a la mirada perdida de la actriz protagonista, un tanto dolorida pero manteniendo su altivez como máscara hierática, ahogando la rabia y el desespero al sentirse abandonada para no resultar vulnerable, una melodía envenenada en su reiteración que acompasa sus vibraciones (no en vano iba naciendo mientras la contemplaban caminar) al paseo sin rumbo ni final por un París nocturno que parece querer fagocitarla, un ritmo que utiliza como diapasón los latidos del corazón y sabe reinterpretar los múltiples sentimientos que en cuestión de segundos va expresando Jeanne Moreau con gestos imperceptibles, con su contundencia interpretativa.


Maurice Ronet

Aunque Louis Malle siempre huyó de etiquetas, de corrientes o modas, se tiende a situarle entre los componentes de la Nouvelle Vague (ese concepto tan inaprensible e indefinible, ya que sus máximos defensores y teóricos fueron los primeros que se saltaron las normas que se dieron o no las respetaron en su totalidad), tanto por estética como por contemporaneidad, pero si somos precisos y tomamos como punto de partida el año 1959, cuando se estrenan “Los 400 golpes” de Truffaut e “Hiroshima, mon amour” de Resnais (y sólo un año después se produciría el debut en el largometraje de Jean-Luc Godard con 2Al final de la escapada”, asentando el movimiento), aunque ya se respiraba en la cinematografía francesa la necesidad de un cambio, de un golpe de timón, de nuevos aires que incorporasen veracidad y un interés por el ciudadano de a pie, ateniéndonos a la cronología hemos de concluir que, en realidad, Malle anticipa y, de alguna manera, crea lo que en pocos años va a ser la preferencia de un puñado de cineastas. Lo curioso es que lo hace desde un género tachado de convencional y que sólo gracias a la revisión que lleva a cabo la revista Cahiers du Cinéma de los grandes clásicos hollywoodienses adquiere reconocimiento crítico, si bien es cierto que tamizado por un análisis excesivamente intelectualizado, negándole su mera condición de entretenimiento, profundizando en lo que tiene de crítica social, pero sabiendo resaltar sus múltiples valores y posibilidades expresivas: el género negro (que, no en vano, debe su nombre a la expresión francesa “film noir”). En realidad, Malle había intentado que le dejasen rodar un guión con muchos tintes autobiográficos que, a juicio de los productores, era demasiado sencillo y espontáneo, muy alejado de los gustos del público, y fue Alain Cavalier (que en esos momentos también intentaba ganarse una posición como director) el que le aconsejó que leyese “Ascensor para el cadalso” e intentase trasladarla a la pantalla; aunque la siguiente frase la pronunciase muchos años después –“Lo predecible se ha convertido en la norma y yo soy todo lo contrario: me gusta incomodar a los espectadores”-, ya desde sus inicios Louis Malle no se sujetó a nada más que a su instinto y deseos, rompiendo las costuras de cualquier clasificación posible, utilizando el género negro como atmósfera, subvirtiéndolo al modo que hiciera Patricia Highsmith en “Extraños en un tren”, poniendo el acento en los porqués y cómo se resquebraja una ambición, una pasión, un corazón cuando no obtiene lo que desea, cuando cree que ha perdido, cuando se siente abandonado. Por eso suprimió cualquier atisbo de maquillaje en su actriz y la fotografió con la luz natural de los Campos Elíseos, la sumergió en las penumbras, en los locales llenos de humo, en un París que debe mucho al plasmado por Simenon en sus novelas (desde 1931 el comisario Maigret había recorrido todos los recovecos de París, los barrios más pobres, las calles alejadas del esplendor turístico), en un escenario en que todo puede confundirse (de hecho, ella cree haber visto pasar de largo a su amante, el que acaba de asesinar a su marido según ambos han planificado, pero sólo ha identificado su coche porque no ha visto el rostro del conductor), en una ciudad fría, desapacible, que parece burlarse de su angustia, de su errar (utilizando el término en toda su polisemia); se cuenta que los técnicos del laboratorio se negaron a positivar el filme al creer que esos primerísimos planos tan poco tratados y nada retocados acabarían con la carrera de Jeanne Moreau, pero Louis Malle se carcajeó puesto que eran muchos los que habían negado la fotogenia de la actriz y sólo maquillándola exageradamente e iluminándola en demasía la consideraban idónea para la pantalla.


Por fortuna, prevaleció el criterio del director y Jeanne Moreau (aunque ya tenía un nombre y un prestigio) empezó a cimentar su condición de musa intelectual (epíteto del que ella siempre renegó, afirmando que era inteligente pero nada más), de gran dama del cine francés, de actriz casi imprescindible (según Orson Welles, la más grande), de intérprete que con su sola presencia aportaba trastienda y complejidad al rol más anodino; en tan sólo unos años dejó claras sus versatilidad y magnitud al intervenir en Moderato cantabile (1960) –su premio de interpretación en Cannes, compartido con la Melina Mercouri de “Nunca en domingo” (1960)-, “Diálogos de Carmelitas” (1960), “La noche” (1961), “Jules y Jim” (1962), “Eva” (1962), “El proceso” (1962) o “Diario de una camarera” (1964), títulos inscritos en la historia del séptimo arte que sin su participación tal vez no lo estarían en la misma medida. Ese rostro pétreo, que no consiente en derrumbarse aunque no pueda evitar los zarpazos mortales del desamor, de la traición, del desvalimiento (palpable en cómo camina, en cómo se va impregnando de la melancolía, de la soledad que la noche magnifica), esos ojos velados por el dolor que miran París sin verlo, que lo desdibujan, son la única partitura posible para que la trompeta de Miles Davis se enroque en un eterno arpegio que haga vibrar más allá de toda medida un corazón desbocado.

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