MIGUEL ÁNGEL SOLÁ: Verdad en cada gesto
“El último traje” es el segundo largometraje del argentino Pablo Solarz, guionista de títulos tan dispares como “Historias mínimas” (2002) y las presentadas como taquillazos en su país de origen “Un novio para mi mujer” (2008) y “Me casé con un boludo” (2016). En esta ocasión, Solarz adopta un tono agridulce (aunque uno de sus aciertos es que sea más notorio lo segundo que lo primero) para narrar un viaje que, según el DRAE, por más que su empleo más común sea para referirse a algo que comienza o así lo marca, podemos calificar como iniciático, puesto que estamos ante algo “perteneciente o relativo a una experiencia decisiva”. Y esa es sin duda la que vive, la que decide vivir el protagonista de la película al querer cumplir una promesa hecha setenta años atrás, aquella que egoístamente olvidó y que ahora que se siente y sabe en el tramo final de su existencia se le impone como única forma de escabullirse de su inmediato destino, de retrasar lo inevitable. Así, Abraham Bursztein, un sastre judío de casi 90 años, saldrá a hurtadillas de Buenos Aires justo antes de ser ingresado en un geriátrico y sometido a la amputación de la pierna derecha, viéndose obligado a pisar suelo alemán y a utilizar, aunque sea escribiéndola tan sólo, una palabra que se niega a pronunciar porque enseñó a sus hijas que era fea y mala: Polonia. Ese es el destino de su viaje, allí debe regresar para hacer una entrega, ese es el país del que huyó (evitando una muerte casi segura) gracias a un amigo en el que no había vuelto a pensar hasta que se ha sentido en peligro, irremediablemente condenado a consumirse en un rincón.
Pablo Solarz cuenta la historia sin énfasis, sin discursos, sin rencor, con inmensa sutileza, esquivando con soltura los lugares más comunes y las obviedades, presentando un personaje central que emociona, conmueve, duele y pellizca las entrañas sin maniqueísmos ni sentimentalismos, incluso por momentos resulta antipático, huraño, ni desarrolla ni desprende empatía, nos gana a los puntos (como diría Cortázar en su famoso símil boxístico para hablar de la novela), va perdiendo unas capas mientras se pone otras, es un personaje espléndidamente escrito al que sólo un actor de la talla de Miguel Ángel Solá podía encarnar sin manierismos ni efectismos, desde la verdad más absoluta, poniendo el laborioso maquillaje que le transforma en un anciano al servicio de su interpretación, insuflándole vida y verosimilitud, haciendo desaparecer su físico, consiguiendo que olvidemos su apariencia cotidiana para emerger ante nuestros ojos (y adentrarse en nuestros corazones) como ese anciano que a tantos representa y no sólo entre la comunidad judía. Aunque la película es necesariamente episódica (y apenas necesita hora y media, posee un magnífico ritmo interior, una aplastante lógica que lleva de un momento al siguiente sin necesidad de entretenerse en lo superfluo o redundante -confiando plenamente en el espectador-), hay que reseñar la parte que transcurre en Madrid porque permite gozar con una estupenda Ángela Molina en su mejor vis cómica, vendaval de energía que transfiere al protagonista (y sin caer en la ñoñería o el esquematismo, tiene sus aristas).
Miguel A. Solá
Miguel Ángel Solá lleva una maratoniana jornada promocionando “El último traje” cuando tenemos la oportunidad de compartir unos minutos de conversación y podemos ser testigos de cómo sus ojos brillan ante los elogios que está cosechando la cinta y su trabajo en particular, cómo escucha atentamente a su interlocutor, cómo, con toda la humildad y sinceridad del mundo, ruega que hablemos pronto y mucho sobre la película (“Aquellos a los que os ha gustado”) para que el público acuda a las salas estos primeros días (se estrenó el pasado viernes 6), consciente de lo difícil que es permanecer en una cartelera que cada semana elimina los títulos menos taquilleros (o les impide hacerlo porque locales con diez o doce salas programan lo mismo en casi todas). Aunque no sea la primera ocasión en que se tiene el placer de entrevistarle, sigue sorprendiendo su tono pausado, su verbo reposado, su hablar preciso a ritmo lento, especialmente cuando se le ha disfrutado y aplaudido sobre las tablas (o en otros trabajos cinematográficos) en las que es todo un titán, una fuerza de la naturaleza, un absoluto monstruo (en el sentido más encomiástico) y maestro, como dejó claro en aquel inolvidable “Hoy, el “Diario de Eva y Adán” de Mark Twain” que le proporcionó un Max que sólo puede considerarse como justo, muy justo.
PREGUNTA.- “El último traje” es una película muy profunda, pone muchos sentimientos en juego, revisa la Historia, pero está muy equilibrada: el espectador la sigue con una alegría implícita que no hace sino crecer durante el visionado, lo que no es óbice para que compartamos todas las tristezas que tu personaje arrastra…
RESPUESTA.- Sí, tiene que ser así porque el espectador sensible lo que quiere es que ese ser tan plagado de anormalidades pueda recuperar su normalidad y llegue al lugar al que quiere llegar, el espectador se va implicando en la ayuda que le prestan las gentes que encuentra en su camino. Al fin y al cabo, estamos asistiendo a cómo una persona puede superarse hasta el final de su aliento y, en ese sentido, es una película muy aleccionadora, sobre todo porque no pretender dar ninguna lección.
P.- Ese es otro de los méritos de la película: deja que el espectador incorpore su visión del mundo, no se le impone una interpretación…
R.- El espectador actúa un poco como un burrito, ¿no?, dicho con cariño, pero es como si cada uno cargase un trecho a ese viejo tan pesado, “venga, yo hasta aquí”, “a ver otro”,… Creo que eso está muy bien porque, como digo, al sentirse implicado pone más interés y siente la película como algo propio.
Ángela Molina, Miguel A. Solá
P.- Tu personaje es de esos que parecen peligrosos porque podría perderse por muchos vericuetos, salirse de madre, caer en los clichés, pero tanto en cómo se nos cuenta la historia, detalles aquí y allá, poco a poco se va desarrollando su personalidad, como en tu modo de encarnarlo hay mucha contención, todo está medido…
R.- El personaje en sí es mérito del director que es también el guionista, todo eso que señalas ya estaba en el origen. Cuando se acepta interpretar un personaje hay que hacerlo como viene, no se trata de lo que cada uno piense o crea sobre él: hay que escucharle porque te irá diciendo cómo quiere ser hecho. Luego, por supuesto, está el director, alguien a quien se le pueden rebatir las cosas, faltaría más, hay una libertad a la hora concreta de hacer trabajo, para eso me eligen, ya saben que no soy complaciente, pero eso es lo bonito y es parte básica de lo que es la celebración del actuar. No puedo ocultar que me resultó muy difícil de hacer porque eran muchas horas, muchas localizaciones en diferentes países, muy poco descanso, la cara muy congestionada por la cantidad de látex utilizada para la caracterización [han tenido que envejecerle casi veinte años], eran muchas las cosas en contra de las que tenía que hacerme cargo, súmale lo de la pierna podrida, caminar hacia dentro, los picores por el látex, tener que hablar de un modo distinto, con otro canto, otro color, mezclarlo con yiddish y polaco, hacer creíble una religiosidad que no es la mía, respirar de otra manera, los cambios sutiles, la fiebre que le asalta,… ¡Fue mucho!
P.- Es un personaje que me ha hecho reír mucho con su sorna, esa ironía que le imprimen los años y las tragedias soportadas, pero llega, por ejemplo, ese momento en la estación de Francia que provoca impotencia y dolor porque se comprende su rabia, su furia, pero es inevitable que los de alrededor se rían de lo que consideran un delirio o un capricho… Hay tanto detrás de ese empeño en no pisar Alemania…
R.- Eso es algo que sólo comprende un espectador sensible: a los otros les falta información, sólo asisten al resultado y se quedan en lo fácil, no van más allá, en parte tampoco pueden hacerlo, es una reacción lógica por más que nos indigne. Abraham tiene su verdad y la mantiene hasta el final, ya no le pueden vender otra vida apósito como la que ha tenido, necesita ser él de verdad aunque sólo sean unos minutos, ¿qué le queda de vida? Es posible que, contada al revés, como un gran flashback, la película se recibiese de otra manera y se comprendiese mejor al personaje, saldríamos de la emoción última para buscar qué dejó atrás.
Natalia Verbeke
P.- Es una película que invita al diálogo, a la convivencia, abre brazos y tiende puentes…
R.- Al final, todos son solidarios, él también lo es con el resto, lo hace con el pibe al que consigue echar del asiento del avión para poder tumbarse, es un pícaro pero muy sincero, está dolorido pero poco a poco se va dando cuenta de lo que ha hecho mal y otros pueden reprocharle, pasa de ser un niño enojado a un viejo que consigue llegar a la edad adulta en el final de su vida: olvidó su promesa durante setenta años, pero las conciencias no están vacías y vuelven a aparecer, quizás como única solución posible a otro drama personal que le acecha. Estoy feliz, sobre todo, porque mucha gente judía se me ha acercado para decirme “¿cómo lo hace usted para ser yo?”, personas que podrían ser Abraham que dicen que reproduzco el modo de hablar particular de su comunidad, me satisface enormemente porque hemos evitado la caricatura, no hay burlas, soy un ser humano que vive ciertas circunstancias e intento reproducirlas desde donde más honestamente pueda hacerlo, hasta donde me da la comprensión, tal vez si fuese más brillante aún comprendería más, pero me siento feliz con lo conseguido.