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GRACE Y FRANKIE: Dos cabalgan juntas


Hay leyendas urbanas que corren por los despachos de aquellos que, de una forma u otra, tienen que dar luz verde a los productos audiovisuales, hechos concretos que se han generalizado e incluso convertido en ley no escrita, espadas de Damocles que no se tiene claro quién colocó allí pero se presentan como amenazas que pueden materializarse provocando la ruina (o cuando menos un despido, una patada en ese santo lugar que, demasiadas veces, se hunde en un sillón inmerecido o para el que no se han demostrado aptitudes), normas que no deben vulnerarse ni alterarse en aras de que el balance anual siga saliendo positivo (como si la fórmula del éxito, esa quimera, fuese una realidad incuestionable, como si utilizar ingredientes parecidos -o los mismos- asegurase la calidad del producto final -aunque no es precisamente ese asunto, la calidad, lo que más les preocupa, ni tan siquiera la recepción del público mientras se crea asegurado un determinado taquillaje-); por más que los hechos desmientan muchas de las sentencias rotundas con que los gerifaltes liquidan (de antemano y en términos totalmente negativos) una posible película o serie se siguen utilizando como mantras e, incluso, llegan a ser esgrimidas por el público para rechazar aquello que no se ha visto. Así, por ejemplo, un reputado guionista que impartía sus enseñanzas (ejem) en la Universidad lanzaba mensajes admonitorios sobre cualquier historia que pudiese ser considerada “de viejos” (sic) porque eso no vendía nada y no le interesaba a nadie; con el tiempo fuimos encontrando más ejemplos para desmentirle, pero nunca olvidaré que la primera vez que profirió su sentencia empezamos a lanzarle títulos como “Cocoon” (1985) -no me digan que fue Steve Guttenberg el responsable del bombazo porque me da la risa floja-, “Paseando a Miss Daisy” (1989) -con Oscar a la mejor película incluido-, “Sol de otoño” (1996) -con la crítica rendida desde el primer momento- o “Las chicas de oro” (1985-1992). No fuimos capaces de bajarle del carro (era el profesor y punto), aunque hubo que darle la razón (y aún habría que hacerlo más si estuviésemos en su clase en este momento) en el sentido de que el mundo del entretenimiento lleva aplicando lo de la obsolescencia programada casi desde sus inicios y aún más en lo que a las mujeres se refiere.


Jane Fonda, Lily Tomlin

En Hollywood siempre ha sido mejor currículum una cara bonita, un cuerpo bien formado (y mejor operado), una melena rutilante, un buen golpe de caderas, unas piernas quilométricas, unos ojos azules, un rostro bronceado que los éxitos acumulados, el cariño del público (tan errático, todo hay que decirlo), la experiencia, la solvencia (cuando no magnificencia) interpretativa; cuando a alguien se le considera producto caduco (puede que porque su último filme no haya reventado las taquillas, puede que la audiencia vuelva a la espalda a unos capítulos o a la siguiente temporada de una serie -y la causa suele estar más en los guiones, en que determinados nombres desaparezcan del reparto o en que el chicle no acepte más estiramientos-), rápidamente se busca sustituto y se sigue haciendo caja. Bellezas y espléndidas actrices como Elizabeth Taylor o Lauren Bacall tuvieron que enfrentarse a contratos draconianos, dictaduras de estudios, directivos que las consideraban poco más (o menos) que ganado, soportar más de una travesía en el desierto, ser señaladas y consideradas personas non gratas para poder demostrar su versatilidad, su talento, su grandeza (cualidades y calidades que, por cierto, en el caso de la segunda, como ha sucedido con tantas, fueron en aumento y se mantuvieron hasta el final, capacidad de fascinación incluida -Taylor, con la mala salud de hierro que la minó desde bien jovencita, no pudo evitar una degradación física que le impidió mantenerse en plena forma y activa-). Cuando se evocaba recientemente, como cada 5 de agosto, la figura de Marilyn Monroe, resultaba inevitable, también, pensar qué hubiese sucedido de haber vivido el tiempo suficiente para envejecer, si hubiese seguido trabajando, si la televisión le hubiese permitido lo que el cine niega prácticamente por decreto.


Y, sin embargo, a pesar de lo ingrato que es con tantas estrellas, el público sigue respondiendo a la llamada de los grandes nombres, por nostalgia, por curiosidad, por morbo, por lealtad, por lo que sea, ya no debería extrañar (sobre todo a los que comprueban los resultados en sus cuentas de ídem) que propuestas como “¿Qué fue de Baby Jane?” (1962), “Adivina quién viene esta noche” (1967) o “En el estanque dorado” (1981) o que un título en apariencia convencional como “Los padres de ella” (2000) y su secuela, “Los padres de él” (2004), se transformen en triunfos absolutos (de nuevo, que nadie ose atribuir a Ben Stiller lo que corresponde a Robert De Niro, Barbra Streisand, Dustin Hoffman y Blythe Danner). Por fortuna, actrices con mucho que decir y que son incomprendidas, minusvaloradas, arrinconadas en el cine (algunas tan “viejas” como Reese Witherspoon, 41 años cumplidos el pasado marzo) cogen las riendas de su destino con mano firme y sacan adelante proyectos que nadie les va a ofrecer o se refugian en la televisión ofreciendo lo mejor de sí mismas. Jane Fonda abandonó la interpretación cuando se casó con Ted Turner pero regresó a la gran pantalla quince años después con una elección un tanto absurda y muy por debajo de sus posibilidades –“La madre del novio” (2005)-, tal vez por miedo al rechazo, para que fuese otro quien aguantase la vela del fracaso, optó por colocar su nombre a la sombra del estelar que encabezaba reparto y ser una especie de secundaria especial en un vehículo a mayor gloria de Jennifer Lopez. Mientras el admirador irredento confía en que la inolvidable intérprete de, por ejemplo, “Danzad, danzad, malditos” (1969), “Julia” (1977) o “Agnes de Dios” (1985) -por no caer en el tópico de recordar sus dos Oscar- destape el tarro de las esencias sin tapujos -tal vez el momento esté a punto de llegar, gracias al reencuentro con Robert Redford, premio especial del Festival de Venecia incluido-, la televisión le ha permitido el reencuentro con una vieja (sin ningún tono peyorativo) cómplice junto a la que consiguió uno de sus taquillazos –“Cómo eliminar a su jefe” (1980)- y en 2015 comenzó una aventura titulada “Grace y Frankie”, dando vida ella a la primera y Lily Tomlin a la segunda.


Lily Tomlin, Dolly Parton y Jane Fonda en Cómo eliminar a su jefe


La tercera temporada que Netflix colgó en marzo en 2017 ha propiciado que, por primera vez, ambas intérpretes compitan por el Emmy (anteriormente sólo Tomlin había sido candidata), y en caso de ganarlo sería el segundo para Fonda -fue premiada por “La fabricante de muñecas” (1984)- y el sexto para Tomlin -aunque ninguno de los anteriores lo ha ganado como actriz (el último por prestar su voz para un documental, como productora o guionista el resto)-. Es, sin embargo, recompensa que se antoja un tanto inane por cuanto sería más un reconocimiento a sus personalidades que a sus talentos, probados en innumerables ocasiones pero que en esta ocasión quedan supeditados y rebajados por unos guiones con poca mordiente en los que apenas hay un par de destellos aquí y allá. Jane Fonda demuestra estar en una forma física envidiable (de eso no te operan), doblándose con la misma agilidad que derrochaba en sus (sonrojantes) vídeos de aerobic, Lily Tomlin tiene muy bien aprendido su personaje de mujer deslenguada, alocada, estridente, provocativa, mordaz con corazón de oro, pero su Frankie es un remedo muy descafeinado de los roles encomendados por Altman o de los desempeñados con absoluto magisterio a lo largo de cinco temporadas de “El ala oeste de la Casa Blanca” (1999-2006) o en la tercera de “Daños y perjuicios” (2007-2012), a ambas se las ve cómodas pero despojadas de esa energía que las hacía hipnóticas, divertidas, auténticos huracanes de carisma (o con el mismo muy mermado).


Martin Sheen, Jane Fonda, Lily Tomlin y Sam Waterston

Secundadas por un Martin Sheen que ha ido perdiendo fuelle al mismo tiempo que su personaje (en los primeros capítulos estaba deslumbrante, regalando naturalidad, destacando con brillantez, poco a poco se ha transformado en un cliché y ha quedado reducido a un mero comparsa) y un Sam Waterston al que obligan a caer en el ridículo con una interpretación patética, irritante, incluso ofensiva, Fonda y Tomlin se pasean por la pantalla con elegancia (sí, ambas lo son), oficio y complicidad, pero se echan de menos diálogos más punzantes y picados, un ritmo más marcado, que estas dos enormes comediantes trisquen en libertad y sin parecer meros soportes (y reclamo para los espectadores) de personajes tan triviales, innecesarios y obvios como los de los hijos de ambos matrimonios, eternos adolescentes que ocupan demasiado tiempo con sus neuras, sus complejos, sus absurdeces, repetitivos (los hay similares diseminados por casi todas las series) hasta la extenuación, lastre que “Grace y Frankie” debería ir soltando para (¡Ojalá!) consentir una cuarta temporada en que los veteranos puedan demostrar por qué siguen interesando, por qué no hacen sino (a pesar de todo) ganar admiradores, por qué seguimos necesitando actrices como Jane Fonda y Lily Tomlin.



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