FEUD : Réquiem por Joan
El mundo del espectáculo siempre ha sido muy cruel con sus criaturas: las exprime, desgasta, explota, utiliza, cosifica, engulle, esclaviza sin conmiseración ni pensamientos de futuro (aunque sea por egoísmo), aprovechando el filón sin control ni medida, sin dosificar, agotando la fuente en poco tiempo, haciendo bueno aquello de comerse todo el pan hoy sin tener en cuenta el hambre del mañana, sin economizar recursos, yendo en contra de sus propios intereses, pensando que toda pieza inútil tendrá repuesto, dejando que su maquinaria funcione a pleno rendimiento y diríase con saña, sin agradecimiento, sin miramientos, sin contemplaciones, sin escarmentar en cabezas ajenas (algo que, por desgracia, también se da en las víctimas: las de antes, las de ahora, las de mañana serán incapaces de resistirse al embriagador canto de las sirenas que promete gloria, fama, alfombras mullidas, estatus estelar). Y en este encarnizamiento (o implacable olvido, da lo mismo), el público no queda al margen, en realidad es elemento fundamental, se deja manipular una y mil veces por los jerarcas de los despachos, por los que tienen la sartén por el mango, por los que poseen carretadas de dinero (acumulado en gran parte a costa de aquellos a los que arroja del pedestal con auténtica furia espartana cuando los considera acabados), por los que osan pensar (cuando lo hacen) por el resto, los que ponen y quitan, los que consiguen que, en la mayoría de los casos, los antaño espectadores rendidos, adoradores, incluso fanáticos, los capaces de cualquier cosa por una mirada, una sonrisa, una fotografía, un recuerdo relacionado con tal o cual intérprete (o franquicia, saga, serie y demás variables), sean hogaño seres sin alma ni memoria en lo que a aquellos ídolos se refiere, comportándose del mismo modo con el nuevo producto cuya moda se impone sin dar opción ni alternativas, reprobando al que no tiene reparo en confesar su nostalgia o mantiene vivo su culto, arrinconando y hasta acosando a quien expresa una preferencia considerada minoritaria (la inevitable, por lo que la experiencia demuestra, dictadura de quien se siente parte de la mayoría y se escuda en la somera e insuficiente explicación -que cacarea como argumento incontestable- “es lo que ve todo el mundo” -cuando, por ejemplo, obtener un 30% de share en televisión implica que el 70% optó por otros programas u otra ocupación, es decir, son más lo que huyeron de ese canal que los que lo sintonizaron-).
Bette Davis / Susan Sarandon - Joan Crawford / Jessica Lange
Por lo pronto que supo organizarse como industria, por el modo en que colonizó el entretenimiento desde casi el mismo origen, por su visión de negocio, por su olfato (y, todo hay que decirlo, por el arte que empezó a salir en forma de latas de celuloide desde sus estudios), Hollywood (así, hablando en general -al menos durante bastantes años estaba bien localizado y acotado, ahora no siempre somos precisos cuando lo nombramos, metemos en nómina, por error o desconocimiento, por no informarnos, por darlo todo por hecho y sabido, a muchos que no lo han pisado o no han filmado allí ni su película es producto hollywoodiense-), la conocida como meca del cine se ganó su sobrenombre con creces pero siempre puso lo artístico, lo creativo, lo talentoso de sus gentes al servicio de las cuentas de resultados, del balance positivo, de los números en negro (sin segundas lecturas, por favor), como afirma el viejo aforismo (que no se sabe quién acuñó, tal vez flotaba en el ambiente desde que aquellos pioneros que huían del monopolio de Thomas Alva Edison aposentaron sus reales en un lugar que permitía más horas de rodaje con luz natural) “vales lo que vale tu última película”, sin consentir ni perdonar errores, sin atender al factor humano, sin conceder segundas oportunidades (a no ser que la industria saque beneficio o, cuando menos, atenúe sus pérdidas), condenando sin remisión antes del estreno o paralizando la preproducción (y hasta el rodaje en curso). Cuando el creativo e hiperactivo productor, director y guionista (por resumir) Ryan Murphy anunció que su nueva criatura televisiva narraría enfrentamientos antológicos, enemistades legendarias, guerras sin cuartel entre personajes populares, y que la primera temporada se centraría en lo sucedido entre Bette Davis y Joan Crawford durante el rodaje de ¿Qué fue de Baby Jane? (1962), el cinéfilo de corazón, el que intenta mantener viva la memoria de aquellas personas que le hicieron (y hacen -a pesar de la errática o inexistente política de lanzamientos, gracias sean dadas al formato doméstico-) amar el cine, ese espectador que nunca se sacia y busca su alimento en cualquier pantalla sin establecer jerarquías, el que tanto tiene que agradecer a la televisión por el variado y completo menú que ofrece, ese auténtico cinéfilo empezó a relamerse, mucho más cuando se anunció que las encargadas de dar vida a aquellos mitos serían dos actrices que ya lo son y de las que siempre se espera la excelencia: Susan Sarandon y Jessica Lange, transformadas, respectivamente, en la que fuese inolvidable Margo Channing -Eva al desnudo (1950)- y en la primera y memorable Mildred Pearce -Alma en suplicio (1945)-.
Jessica Lange, Susan Sarandon
Como en tantas ocasiones, lo que se conoce sobre los hechos que rodearon la preparación y rodaje de ¿Qué fue de Baby Jane? responde en gran medida a la chismografía, a la leyenda, a los rumores, a las invenciones de los que estaban allí y, sobre todo, de los que no estuvieron, a la imaginación calenturienta de un público, no lo neguemos, sediento de escándalos, de historias tan o más melodramáticas, estrambóticas o delirantes que las soñadas por guionistas como Lukas Heller (partiendo en este caso de la novela de Henry Farrell) y convertidas en imágenes por cineastas como Robert Aldrich; más allá de la vibrante experiencia que supone visionar por primera (o décima) vez lo que, sólo por sus múltiples virtudes artísticas, merece el lugar de honor que ocupa, no cabe duda de que, sea porque se llega advertido o porque a uno se le despierta la curiosidad, la mitología en torno a su gestación -como sucede con, por ejemplo, Casablanca (1943)- ha sido ingrediente imprescindible para aureolar a ¿Qué fue de Baby Jane? de una particularidad que la señala como excepcional en cualquiera de los sentidos que quiera dársele al adjetivo y que concita tanto o más interés que la obra en sí. Y Ryan Murphy (con el concurso creativo de Jaffe Cohen y Michael Zam, más el complemento de Tim Minear y Gina Welch en la escritura de guiones) ha sabido jugar esa baza (la de la rumorología, incluso la de la invención) con inteligencia, osadía y, sobre todo, elegancia y sentido del equilibrio (sin renunciar al necesario toque de gran guiñol, más o menos truculento o esperpéntico, dependiendo del momento), recreando asombrosamente una época, sin caer en sublimaciones actuales, en excesos kitsch o camp que distorsionen la atmósfera y la verosimilitud, haciendo el mejor de los homenajes posibles a esas gentes que alimentan los mejores sueños del espectador (aunque en este caso sea deseable que también las pesadillas salgan reforzadas, lo que habla del acierto de los creadores de un filme que, aunque suele clasificarse en el género del terror, toca varios palos y, en realidad, extrae sus elementos más escalofriantes de lo humano, de lo cotidiano, del interior de nosotros mismos).
Judy Davis / Hedda Hooper
Robert Aldrich (al que da vida con maestría Alfred Molina) se hartó de señalar que, al menos en lo que al rodaje se refiere, Davis y Crawford se comportaron como dos auténticas profesionales y no provocaron más que los problemas inherentes a dos divas que no querían asumir su decadencia, en contra de algunos que pintaron el set como el escenario de una batalla campal que, como tantas veces, se dirimía en retaguardia, fuera de foco (bueno, en parte -ahora abundaremos en ello-), mediante estratagemas, sutilezas y algún que otro golpe de efecto que inclinase la balanza hacia el lado de una u otra. Murphy y su equipo de guionistas describen con datos contrastados, rumores que han entrado en la leyenda y algún aporte propio cómo, más allá de sus personalidades, de sus inmensos egos, del rencor atesorado, de la mutua incomprensión, de pullas lanzadas durante muchos años, las dos estrellas habían sido presentadas como antagonistas por los demás, rivales más allá de la pantalla, ambas se habían encastillado en posiciones inexpugnables y no podían abandonar esos personajes para no decepcionar a su público. Así, cuando acuerdan una tregua para sacar adelante un proyecto al que se aferran como a un clavo ardiendo (aunque antes del estreno temían que fuese un fracaso más -algo que la serie refleja con sorna y acierto-), los pescadores que quieren obtener beneficios, llamar atención, despertar interés, sea Jack Warner (en pantalla un sublime Stanley Tucci) o Hedda Hopper (Judy Davis en estado de gracia), se ocupan y preocupan de que la balsa de aceite zozobre y las posibles amigas (cuando menos, compañeras, aliadas, camaradas) adoptan posturas irreconciliables y crucen cualquier frontera de buen gusto, educación y elegancia (aunque sea manteniendo la típica sonrisa de cuñada, aunque a la Crawford le salía demasiado rígida y la Davis afilaba sus rasgos como si fuese a devorar al interlocutor).
Aunque, como se ha dicho, la serie toma el rodaje de ¿Qué fue de Baby Jane? como eje central, se nota la complicidad entre Ryan Murphy y Jessica Lange (y, a buen seguro, el agradecimiento que éste siente porque la gran actriz se involucrase de la forma en que lo hizo en lo que podía haber sido un fracaso estrepitoso -American Horror Story-, aunque ella también debe besar por donde pisa quien tanto ha hecho para que siga siendo una intérprete de culto que, además, ha ganado adeptos más jóvenes y que apenas sabían nada de sus trabajos anteriores), porque podría decirse que Feud, más allá de este punto de partida (el rodaje concluye en el tercer capítulo y la serie consta de ocho), narra el declive, la decadencia, el ocaso, el patético final de Joan Crawford, es todo un obituario para quien fue una estrella y, en parte, no supo gestionar su legado ni su valía, alguien que pagó muy pronto el desgaste del sistema de estudios que obligaba a rodar sin descanso, en demasiadas ocasiones productos que no la merecían o en los que desentonaba desde la primera hasta la última secuencia. Y no es que Susan Sarandon no haga una magnífica interpretación (es capaz de reír con ese graznido característico de la Davis), no es que no tenga momentos de gran lucimiento (su transformación en Baby Jane, su manera de taladrar con la mirada, el momento en que recibe la noticia de la muerte de Crawford), pero Lange sale victoriosa al encarnar a la actriz que, no nos engañemos (de eso, repetimos, habla la serie en gran medida), no demasiada gente recuerda más allá de la cinta de Aldrich y de unos cuantos títulos tan o más legendarios -Johnny Guitar (1954), la ya citada Alma en suplicio, no todo el que se llama cinéfilo es capaz de citar Mujeres (1939) o Gran Hotel (1932)-, su filmografía abunda en filmes bastante olvidables (aunque alguno -léase El caso de Lucy Harbin (1964)- la transformó en icono perdurable -y sirve a Feud para subrayar el patetismo de una estrella en horas bajas y cómo el público maltrata a aquellos a los que debería honrar-), mientras Davis supo resurgir cuando la ocasión lo propiciaba y aprovechar el implacable paso del tiempo para dar más brillo a su aureola mítica, Crawford se quedó anclada en el pasado, no era tan cerebral, no supo sacar partido al éxito, fue siempre presa de sus traumas, de sus frustraciones, se creyó imprescindible y poderosa sin serlo (algo que se le puede reprochar igualmente a Davis, errores de los que supo reponerse o, al menos, aprender en parte -pero sin rebajarse ni poner en almoneda su dignidad-).
El capítulo que transcurre en la ceremonia de los Oscar a la que Bette Davis acudió soñando con llevarse a casa su tercera estatuilla y haciendo historia es un prodigio, pleno de virtuosismo en guión y dirección, y deja clara la decantación del creador de Feud por Joan Crawford al narrar todo lo sucedido (o inventado) en torno a esa noche con ella como gran protagonista (su rabia al no ser candidata, su queja al no ser defendida por su compañera que sí lo es, cómo se deja envenenar para fraguar una venganza en toda regla y retransmitida por televisión, su manera de arrastrarse, suplicar, camelar a Anne Bancroft y Geraldine Page -fabulosa aparición de Sarah Paulson- para que le dejen recoger el Oscar si alguna de ellas lo logra, su regocijo final al tener entre sus manos el premio de Bancroft -rubricado con un impagable primer plano de una Sarandon hierática que no sabe bien cómo reaccionar aunque sus ojos expresan la tormenta interior, el tormento del fracaso lacerando el alma-). Además, Jessica Lange sale reforzada al compartir muchas secuencias con Jackie Hoffmann quien logra con su Mamacita una interpretación a la que se antoja poco calificar de legendaria y que, a pesar de Judy Davis (espléndida como Hedda Hopper, histriónica e histérica, arpía de pluma bífida), no debería tener ningún problema para alzarse con el Emmy al que es candidata. El cierre de la serie con esa Joan Crawford encorvada, abandonada por unos y habiendo forzado el alejamiento de otros, llevando la bandeja desde la cocina hasta el salón arrastrando los pies, cenando frente al televisor con un gesto entre amargo y dolorido, esos estertores artísticos finales, esa constante y aceptada humillación con tal de seguir sintiéndose útil, querida, respetada, tenida en cuenta (cuando está muy claro que ni esto ni lo otro ni de lo de más allá), la terrible verdad que no puede dejar de asumir, ese último capítulo entra en los anales por doloroso, por patético, por certero, por humillante y por tristemente veraz (y, como se decía al principio, que cada palo aguante su vela, público incluido). Ryan Murphy ha hecho justicia con dos estrellas (o con cuatro) y ha puesto el listón en todo lo alto de cara a una segunda temporada (centrada en Carlos y Diana) en la que, si se confirma la participación de Olivia Colman, todo puede mantenerse e, incluso, ir a mejor.
Bette Davis, Jack Warner, Joan Crawford