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DICKENSIAN: Queremos tanto a Charles


¿Y si Jacob Marley, el socio de Ebenezer Scrooge, hubiese sido asesinado durante una Nochebuena, no en vano sus nombres se han hecho populares gracias a Canción de Navidad? ¿Y si el encargado de encontrar al asesino fuese el Inspector Bucket, aquel que aparecía en Casa Desolada? ¿Y si uno de los sospechosos fuese Fagin, ese secundario que roba protagonismo en Oliver Twist? ¿Y si los hechos hubiesen sucedido en un barrio en que existe una Tienda de antigüedades? ¿Y si una de las vecinas se llamase Amelia Havisham, igual que la anciana de Grandes esperanzas, pero en ese momento estuviera viviendo su juventud? ¿Y si sucediese algo similar con Honoria Barbary, a la que conocimos como Lady Dedlock en -de nuevo- Casa Desolada? ¿Y si otros muchos personajes nacidos de la pluma de Charles Dickens conformasen el paisanaje de ese lugar? A estas preguntas y algunas más de semejante cariz da respuesta la serie de la BBC que, con todos los honores, ha recuperado las formas, el desarrollo, la esencia del folletín sin complejos ni disfraces, siguiendo la estela del gran autor que lo engrandeció sin pervertirlo ni distorsionarlo, sabiendo capturar la atención de los lectores, esos que esperaban con impaciencia y desasosiego la nueva entrega de la historia en curso, precursores de los que siguen devorando páginas y rindiendo culto a un escritor que mantiene su vigencia, su pertinencia, su vigor y, como suele decirse, cada vez escribe mejor.


Dickensian ha sido una feliz idea de Tony Jordan, quien ha sabido desarrollarla con ingenio, con sumo acierto, respetando el origen, homenajeándolo, recreándolo, reinventándolo, descubriendo personajes que pueden haber quedado en el olvido, opacados por los protagonistas o sepultados por la impresionante e inagotable plétora de creaciones debidas al británico, nómina sólo comparable a las que pueden inventariarse en las narraciones de sus homólogos (y más o menos contemporáneos) Balzac, Galdós o Zola, cronistas de una época, de un momento, de una ciudad (o ciudades), magníficos en el trazo de tipos, retratistas al natural de ambientes, costumbres, injusticias, miserias, amoralidades, sentimientos, espléndidos y vivaces a la hora de reproducir eso que uno de ellos dio en llamar “la comedia humana”, consiguiendo textos absorbentes y plenos de calidad. Jordan ha estrechado lazos entre los citados y Dickens, puesto que éste no utilizó un recurso habitual en los otros, transferir personajes de una novela a la siguiente, recuperar a alguna de sus criaturas aunque sólo fuese porque alguien la mencionaba, dar categoría de protagonista al que antes fue secundario y al revés, ir conformando un microcosmos que se ensanchaba a medida que seguían produciendo, establecer corrientes subterráneas entre lecturas que pueden hacerse desordenadas o no, según las intenciones del autor; pero ahora, como se ha dicho, en esta nueva y gloriosa vida que les ha dado la BBC, los personajes dickensianos interactúan sin tener en cuenta a qué historia pertenecen y, así, Amelia Havisham y Honoria Barbary son grandes amigas, Bucket solicita la ayuda de Venus aunque éste aparece en Nuestro común amigo, Peter Cratchit, uno de los hijos del empleado de Scrooge al que conocimos en Cuento de Navidad, está enamorado de Nell, la nieta del propietario de la tienda de antigüedades o la estrambótica Mrs. Gamp, que habitaba en las páginas de Martin Chuzzlewit, mantiene ciertos tratos con el tabernero Wegg, también procedente de Nuestro común amigo (aunque, en uno de los múltiples y maravillosos guiños que la serie se permite, su taberna se llama The Three Cripples como la de Oliver Twist).


Con la sobriedad característica en lo referente a dirección artística y ambientación, con una fotografía que retrata y evoca/convoca la época sin fatuidad ni rimbombancia, utilizando los decorados con pericia y sabiduría para darles vida (no en vano todavía quedan zonas, edificios, detalles en el propio Londres – no hace falta irse a las pequeñas poblaciones- que se nos antojan reproducciones exactas de los que hemos conocido a través del cine y la televisión, cuando son en realidad los originales), Dickensian es todo un regalo para aquellos que echamos los dientes lectores con aquellas Joyas Literarias Juveniles de la editorial Bruguera que, en formato de cómic (aunque nosotros llamábamos “tebeo” a todo lo que llegase en viñetas), pusieron a nuestro alcance las obras de Julio Verne, Emilio Salgari, Mark Twain, Robert Louis Stevenson, Karl May y, por supuesto, Charles Dickens, ese autor que, como tantos otros, los británicos llevan impreso en su ADN, celebran continuamente, defienden con ardor, leen compulsivamente, no necesitan campañas de promoción o aniversarios para convertirlo en tendencia porque lo es en cualquier época del año, es un universo al que regresan (en realidad no se marchan nunca) una y mil veces, como lo prueban las continuas adaptaciones y reediciones que se hacen de sus novelas, como lo demuestra la apuesta de la BBC por este magnífico juguete literario, por este divertimento que puede ser admirado también por los que no conozcan los originales que lo inspiran, esa es una de sus mayores virtudes, lo que importa es la historia en sí que aquí se narra, el que haya hecho lecturas previas (o conozca a los personajes a través de otras series o películas) tendrá más información (lo que no impide que haya muchas sorpresas) y captará los guiños diseminados aquí y allá, pero cualquier espectador es bienvenido, es un producto para todos los públicos apoyado en un guión que más de un erudito querría firmar por su capacidad de fascinación.


Hace por desgracia ya muchos años, TVE, dentro de sus limitaciones presupuestarias y técnicas, pero contando con realizadores de talento, guionistas de prestigio e intérpretes de primerísima fila, apostando firmemente por la calidad de los contenidos, difundiendo cultura sin perder de vista el entretenimiento, emitía un espacio llamado Novela (estuvo en antena entre 1962 y 1979) que propició el acceso a obras maestras como El conde de Montecristo, Orgullo y prejuicio, Humillados y ofendidos, Papá Goriot o La pequeña Dorrit (dirigida por Pilar Miró y protagonizada por Ana Belén), emisiones que fueron el impulso para que más de uno buscase el original literario, puede que tal vez primero como tebeo, ya lo decíamos antes, dando el salto después al libro (y, de nuevo gracias a Bruguera, para que la pirueta no resultase traumática o poco digerible a más de uno, existía la opción mixta de ir leyendo el texto salpicándolo con viñetas que resumían la acción). Y así, por ejemplo, ahora que andamos enredados en un nuevo aniversario cervantino aunque nadie lo diría, fuimos muchos los que nos deleitamos con las aventuras de don Quijote antes de que, de mala manera y lanzándolo contra los alumnos, convirtiéndolo en un obstáculo y en un castigo, tropezásemos con él como parte de un plan de estudios diseñado para odiar la literatura, y es que ya habíamos leído el libro con emoción y vehemencia gracias a aquella esplendorosa serie de animación que hizo corear a todo el mundo lo de “Sancho, Quijote, Quijote, Sancho”.


La BBC sigue siendo fiel a sí misma y, de ese modo, Dickensian ha visto la luz y los espectadores han compartido pasiones, crímenes, desengaños, perfidias, sospechas, interrogantes, porque eso es el folletín y no hay que arrugar la nariz, capítulos que terminan en todo lo alto, dejando una incógnita en el aire para que el interés no decaiga, creando adicción, provocando debate, generando expectativas, implicando a la audiencia, como cuando los lectores neoyorquinos iban al puerto a preguntar a los que llegaban de Londres si Nell seguía viva puesto que ellos ya conocían la conclusión de Almacén de antigüedades, poseídos de una impaciencia febril que transformaba en suplicio la espera de la siguiente entrega. Y, así, han sido muchos los que se han puesto a olisquear durante los veinte episodios, atendiendo a los detalles, buscando los tesoros que Tony Jordan (con la participación de otros guionistas) ha ido diseminando aquí y allá para el lector voraz, también para el neófito, para todo aquel que ahora se zambulla en las páginas escritas por Dickens con toda esa información, para sorprenderse y congratularse con la destreza y brillantez con que se han armonizado y reunido las piezas para que el conjunto no presente fisuras, para que el mecanismo funcione como si hubiese sido diseñado así desde el principio, permitiéndose osadías que enriquecen las lecturas previas o posteriores, abriendo nuevos caminos, moviéndose como pez en el agua por un universo que demuestra conocerse al dedillo, tanto que ha sido capaz de integrar un personaje propio (Fanny Biggetywicht) que ha tenido en jaque a los espectadores británicos, puesto que no eran capaces de ubicar de dónde procedía, si de David Copperfield o de Barnaby Rudge, de Dombey e hijo o de Historia de dos ciudades, hasta que se resolvió el misterio (¡Qué maravilla que en pleno siglo XXI haya quienes, en lugar de preguntarse sobre el nuevo novio de Britney Spears, dediquen horas a rebuscar entre libros, a leer en transversal, a investigar sobre un personaje de ficción!).


Glosar la escuela británica de interpretación excedería con mucho el cometido de este texto, pero sigue pasmando y provocando admiración sin límites el modo en que hacen olvidar que son actores porque habitan sus personajes con naturalidad, exudando verdad, explicando psicologías con un mero levantamiento de cejas, sin histrionismos ni desmesuras (salvo que el rol encomendado así lo requiera), con esa elegancia que tiene siglos de tradición, imposible de imitar sin resultar ridículo si no se lleva en los genes, sólo allí pueden convivir las diferentes generaciones sin que chirríen sus decires, todos inmersos en una tradición que eleva a lo más excelso el noble arte de los comediantes. Y sólo en Gran Bretaña pueden aparecer rostros plenamente dickensianos, físicos tan idóneos como el de Ellie Haddington, quien da vida a la Fanny Biggetywicht que mencionábamos antes, o Caroline Quentin y Richard Ridings que se encargan de prolongar la historia del matrimonio Bumble que alcanzó inmortalidad gracias a Oliver Twist, lo mismo puede decirse de Ned Dennehy, quien se hace cargo de Mr. Scrooge, o de Christopher Fairbank que encarna a Silas Wegg, sin olvidarnos de la espléndida Jennifer Hennessy que asume el aquí importantísimo personaje de Emily Cratchit, salido de Cuento de Navidad. Aunque algunos son rostros que empiezan a ser habituales en televisión (e incluso en cine), aunque algunos hayan protagonizado su propia serie, podemos considerar que se revelan y gradúan con honores nombres como los de Tuppence Middleton (Amelia Havisham), Sophie Rundle (Honoria Barbary), Alexandra Moen (Frances Barbary), Joseph Quinn (Arthur Havisham) y merece mención especial el fantástico villano que compone Tom Westo-Jones, sin olvidarnos de Anton Lesser (Fagin), Mark Stanley (Bill Sikes), Laurel Jordan (Daisy), dejando para el final al cada vez más necesario Stephen Rea como el inspector Bucket (nos sobrecogió en la imprescindible The Honourable Woman (2014) y forma parte del elenco de Guerra y paz, emitida en Gran Bretaña a comienzos de este año y que ya puede verse en España) y a esa fabulosa roba planos, esa actriz a la que gustaría ver mucho más porque siempre supone un regocijo, ese portento llamado Pauline Collins.



Aunque se ha hablado de una segunda temporada, por el momento no aparece confirmada en ningún sitio, pero no sería extraño que eso sucediese porque aún existe mucho material que puede utilizarse como punto de partida, como excusa, como inspiración, muchas tramas que ampliar, muchos personajes en el tintero, Charles Dickens no se agota, de hecho, como último y estremecedor homenaje al maestro del “continuará”, aunque la serie queda bien cerrada, se dejan unos puntos suspensivos que abren el apetito del conocedor de la fuente primigenia y del espectador que no ha sentido pasar el tiempo mientras habitaba en las imágenes de Dickensian.


Óscar López

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