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GRACIA QUEREJETA: Con nombre propio


(Gracia Querejeta)

Gracia Querejeta nació con una maldición, la del apellido famoso, que en España suele ser un estigma muy difícil de suprimir, una letra escarlata grabada a fuego en la consideración de aquellos que, escondidos en esa masa desconocida e imprevisible llamada “público”, pecan de mala memoria excepto cuando se trata de abundar en el prejuicio o de reproducir el estereotipo, sin molestarse en conocer la obra de la persona a la que censuran y/o reprueban, metiendo a todo el mundo en el mismo saco, tratando con injusta inquina a quien aún no ha podido (o no le han dejado) demostrar sus capacidades. Si bien es cierto que hemos sufrido (como espectadores) las nefastas consecuencias derivadas de la acción, de la actuación, de la presencia de personas que han utilizado su apellido como trampolín para encaramarse a un podio que no les corresponde, que han mancillado los laureles usurpados, que han enfangado la categoría que no se hereda (y la mayoría de las veces, todo hay que decirlo, con pleno consentimiento del progenitor, con su concurso, con su intervención, con su nepotismo), no es extraño, y ahí está la considerada sabiduría popular para refrendarlo, que el aprendiz supere al maestro, que el galgo engrandezca, sume o haga cristalizar una nueva casta, que la astilla posea tanta o más firmeza que el palo del que se desprendió, en definitiva, como debe ser, que cada uno se explique por sí mismo y sus frutos. Por otro lado, con esa dicotomía que tantas veces es la manera de comportarse de los que juzgan (están cansados de ver siempre a los mismos pero se alarman de que no haya nadie conocido en esta película o en aquella serie –por ejemplo-), tanto se reprocha que “éste ha llegado ahí por lo que ha llegado” como se recurre a la prosopopeya más encendida para cantar las excelencias que aún no se han probado (o para ofrecer el contrato, para hacerle un hueco, para contar con él) de cierta persona por el mero hecho de ser familia de quien es.


(Gracia y Elías Querejeta)


Al igual que hay quien rechaza la tradición familiar precisamente por serlo (algo que se da mucho entre médicos, abogados o periodistas, tanto en una dirección como en la contraria), en ocasiones es inevitable que los vástagos quieran ser lo mismo que papá, seguir el ejemplo de mamá, continuar lo que han vivido desde pequeños, el ambiente en que han crecido, la atmósfera que siempre han respirado, no porque sepan/crean que lo tienen más fácil, sino porque el virus se les ha inoculado desde la experiencia, en parte llevaban la vocación impresa en los genes (el talento no se hereda, pero sí una cierta querencia, la predisposición hacia algo, el instinto natural a imitar). Así, Gracia Querejeta, la hija de uno de los productores más personales, creativos y necesarios que ha tenido el cine español (sin su sello, sin su impronta, sin su olfato, sin su intervención, sin su osadía, sin su presencia resulta imposible explicar y comprender la filmografía de pilares fundamentales de la cinematografía patria e incluso que el desarrollo de ésta como tal hubiese tenido lugar), tras dirigir un cortometraje y un par de documentales, decidió dar el salto al largometraje de ficción (algo que nunca había asumido Elías Querejeta, por mucho que se hable de su toque, su estilo, su legendaria manera de involucrarse en los proyectos que acometía, haya muchas leyendas –y algunas certezas- sobre su forma de actuar detrás de la cámara) y así nació Una estación de paso (1992), producida y coescrita por la debutante junto a su padre, Premio Especial del Jurado en el Festival de Valladolid, filme que algunos alabaron tal vez en demasía y que a otros dejó con un regusto amargo porque se esperaba otra cosa, cinta que, a pesar de sus arritmias y de la sensación de estar a medio hacer, deja en la retina algunas secuencias que denotan el buen gusto de la aún cineasta en ciernes y el aliento de lo que (firmase Saura, Martínez Lázaro, Armendáriz, el propio Erice) se ha dado en llamar “el estilo Elías Querejeta”.



Pero cuando los más reticentes esperaban el siguiente paso de Gracia con las espadas en todo lo alto, cuando muchos estaban dispuestos a desdecirse de todo lo afirmado (esos incondicionales que son como las burbujas), llegó El último viaje de Robert Rylands (1996) para dejar claro que el productor tenía una continuadora, una narradora precisa, muy empapada de ese cine ambiguo, inquietante, preciosista sin adornos vacuos, a ratos hermético, en otros simbólico, ese cine capaz de resumir en unos fotogramas las inquietudes de una sociedad y, por encima de todo, ese permanente interrogante que es el ser humano. Más allá de la polémica con Javier Marías (la película se presentaba como adaptación de su novela Todas las almas, tan abstrusa y mero ejercicio de estilo como todas las suyas, un laberinto de palabras del que los Querejeta extrajeron el escenario, algunas motivaciones y personajes, siguieron su propio camino para construir una historia apasionante –tal vez lo único que se les puede reprochar en ese sentido es que optasen por reconocer el punto de partida en lugar de haberlo presentado como algo propio, que es lo que es, evitándose así el conflicto judicial y la sentencia que reconocía los daños morales sufridos por el escritor-), obviando el origen, la inspiración, desconociendo el referente, el caso es que El último viaje de Robert Rylands permanece en el ánimo del espectador como una experiencia desasosegante, como una continua zozobra que proporciona el deleite de sentirse atañido por unas imágenes poderosas, un ritmo muy medido, una atmósfera envolvente.


(De izq a dcha: Rosa Mariscal, Adriana Ozores, Julieta Serrano y Mercedes Sampietro en Cuando vuelvas a mi lado (1999))


Cuando vuelvas a mi lado (1999) es la cristalización definitiva de una manera de hacer cine, una obra maestra que recoge la mejor tradición costumbrista, un modo de narrar clásico que entronca, se alimenta, demuestra la permanente vigencia del folletín (no hay que tener miedo a las palabras correctas por mucho tono peyorativo que les impriman algunos), una visión contemporánea y sin ambages de las relaciones entre hermanas (tres mujeres en este caso), de cómo afrontar, enfrentar, soportar, aceptar los rencores y errores cometidos por y con los padres, un absoluto prodigio que equilibra tonos para sugerir, emocionar, golpear, demostrar una absoluta madurez como cineasta aunque un jurado presidido por Bertrand Tavernier (y del formaban parte, entre otros, Gerardo Herrero, Laura Esquivel y Anna Galiena) optase por entregar la Concha de Oro del Festival de San Sebastián a la hoy olvidada ¿Qué es la vida? (1999) de François Dupeyron, una de esas cintas contemplativas que tan bien recibidas suelen ser en certámenes de este tipo, limitándose a premiar la espléndida fotografía de Alfredo Mayo y a hacer una mención especial “por la calidad en su dirección y actuación” con la que intentar compensar a Cuando vuelvas a mi lado del ninguneo recibido en el resto del palmarés (situación que se repetirá en los Goya, de donde se iría de vacío a pesar de contar con siete candidaturas, si bien es cierto que sus contrincantes se llamaban Solas (1999) y Todo sobre mi madre (1999)). Héctor (2004) viene a confirmar la buena mano de Gracia Querejeta para manejar grupos humanos, el acierto con que suele reunir un casting más o menos coral que imprime veracidad, que ofrece un abanico de registros interpretativos que dota de verosimilitud a la historia, que supone una mezcla de tonos que redunda en beneficio de la historia (o historias) para hacerla creíble, para que suene familiar, para que sea reconocible, para que el espectador se incorpore a la acción.


(De izq a dcha: Blanca Portillo y Maribel Verdú en Siete mesas de billar francés (2007))


Siete mesas de billar francés (2007) supone el inicio de la colaboración entre la directora y Maribel Verdú, actriz que consigue su primer premio Goya gracias a esta cinta, la última de su hija que va a producir Elías Querejeta, quien fallece en 2013, precisamente coincidiendo con el estreno de 15 años y un día (2013), el siguiente largometraje de Gracia, centrado como todos los suyos en las relaciones familiares, en cómo y por qué establecemos vínculos afectivos con otras personas, colocando en el epicentro del guión, como ya hiciera en Héctor, a un adolescente, asunto profusamente tratado (o el de la infancia) de una manera u otra en gran parte de los títulos que salieron de la factoría Querejeta (algo que puede rastrearse desde El espíritu de la colmena (1973) hasta Barrio (1998)). Como suele decirse que no hay dos sin tres –aunque no tiene dudas en que desea seguir contando con la intérprete siempre que sea posible-, la recientemente estrenada Felices 140 (2015) pone a Maribel Verdú al frente de un grupo de personas (entre las que no falta un adolescente) que se reúnen para celebrar el cumpleaños del personaje que ésta interpreta, aunque ninguno sabe el verdadero motivo de esta reunión “con la gente a la que quiero”: “Es un clásico: todos tenemos un grupito de amigos y algo de familia, por pequeña que sea, y a la hora de celebrar sueles reunirlos, los mezclas. Es cierto que los amigos los eliges y la familia te toca; pero mirad lo que le pasa al personaje de Elia [Maribel Verdú]: no le va bien ni lo uno ni lo otro, y eso es algo que puede ocurrir”, señala Gracia Querejeta en una breve conversación durante la presentación a los medios.



El aparente tono distendido y podría decirse casi bucólico del primer tramo, la apariencia de comedia costumbrista va derivando hacia lo sombrío, lo terrible, lo cruel, en cuanto Elia desvela que ha ganado 140 millones de euros en el Euromillón y la ambición hace acto de presencia: “La realidad supera a la ficción, la historia es muy creíble porque por dinero, por mucho menos del que hablamos, se han cometido crímenes atroces. Nosotros queríamos explorar hasta qué punto unas personas que se consideran amigas de otras, son capaces de olvidar su propia ética, su moral, todo aquello sobre lo que se supone se sustenta su vida, con tal de tener la espalda cubierta y no preocuparse nunca más de lo material”. Un hecho fortuito que no debe desvelarse por inesperado y absurdo (como tantas cosas fundamentales que suceden en la vida), un giro que lleva a la película por un camino muy diferente al primigenio, funciona como catalizador para que se destape la caja de los truenos y afloren resentimientos, reproches, perversiones y, por encima de todo, sentimientos codiciosos, preguntándose el espectador cómo reaccionaría ante una situación similar: “Como guionista, he intentado tirar del hilo a ver hasta dónde podrían llegar unos personajes, presionados o seducidos por su codicia, sin faltar a la verosimilitud”. Preguntada sobre si el personaje central no sería alguien codicioso en el sentido afectivo, alguien que quiere utilizar su dinero para comprar el amor que se rompió o no supo mantener, Gracia no tiene dudas en defender a Elia: “No creo que Elia sea avariciosa, yo creo que es inocente, estúpidamente inocente si queréis, eso es cierto, al fin y al cabo comete una imprudencia: la de confesar que le ha tocado el premio en el peor momento posible. Pero en cuanto a lo otro, ella sólo quiere reconquistar a alguien, en el mejor de los sentidos, le dice “vamos a pasar una buena vida juntos, coño, si nos queremos”. No me parece que sea nada malo: si me toca ese dineral y quiero reconquistar a un hombre, hacerle feliz, darle una vida regalada, ¿qué más quieres, Baldomero?. Pero este chico, por un asunto un tanto machista, no está dispuesto a dejarse seducir y se coloca en una posición muy digna, presumiendo de su vida perfecta. Ella quiere conseguir algo tan sencillo como volver con el amor de su vida y si para eso tiene que poner su dinero por delante, lo hace; yo creo que lo haría cualquiera”.


(Maribel Verdú y Eduard Fernández en Felices 140 (2015))


Aunque gran parte de su filmografía bascula entre el drama y la comedia, reflejando las luces y las sombras cotidianas, Gracia afirma que ahora le apetece olvidarse un tanto de historias intensas y, así, “mi próximo proyecto es una comedia romántica pura y dura, se aleja de mi tono más habitual porque ya tengo ganas de reírme un rato y no involucrarme tanto emocionalmente. Pero los dramas con algunas píldoras de sentido del humor siempre entran mucho mejor y, en realidad, es lo que nos sucede cada día: nos da la risa en el peor momento o recordamos algo terrible sin poder evitar la carcajada”.


Óscar López


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