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LAS HERMANAS BRONTË: Sangre en el papel


(Dcha a izq: Marie- France Pisier, Isabelle Huppert e Isabelle Adjani en Las hermanas Brontë (1979) de André Techiné)

Nunca se es más osado como lector que cuando se actúa con inconsciencia, dejándose llevar por la pasión irrefrenable que impele a abrir libros sin encomendarse a nadie más que a los personajes que habitan en sus páginas, al autor conocido o por conocer, a lo que alguien ha recomendado, a lo que ha caído en las manos sin tener muy claro cómo o cuándo llegó allí; nunca se es más libre que cuando se lee por afición, por necesidad, incluso sin criterio, sin imposiciones, sin programas educativos diseñados para aborrecer la letra escrita, probando, descubriendo, devorando, es decir, cuando se es joven y lo único que se tiene claro es que no se pueden pasar demasiadas horas alejado de ese placer que se degusta a solas, sin mirar el reloj, sin otra preocupación ni consideración que el mero disfrute.


(Dcha a izq: Anne, Emily y Charlotte Brontë en el retrato que les pintó su hermano Branwell cuyo autorretrato borró él mismo tras finalizarlo)


En ese sentido, aquellos años en que sólo la contemplación de los lomos producía una salivación comparable a la de cualquier manjar (no es que esa emoción haya menguado, no es que el cosquilleo en el estómago y el pulso acelerado ante un nuevo volumen que convertir en compañero hayan desaparecido, tan sólo la edad y el oficio han enseñado a contenerlos –aunque sólo en parte-), ese momento en que se quería leerlo todo sigue constituyendo una especie de Arcadia a la que regresar, un oasis tangible y reparador, la piedra fundacional de una devoción en cuyo culto se participa activamente, un tiempo que se revisita, bien para cumplir con promesas que quedaron en el aire, bien para hacer verdadera justicia a textos que pudieron no ser comprendidos en su totalidad o que con la experiencia adquirida por el lector aumentan su brillo, su poder cautivador, dejan patente su inmortalidad, su atemporalidad, su grandeza, sus diferentes códigos, su carácter ecuménico, su extraña y si se quiere un tanto insólita etiqueta (al menos en aquellos años ochenta del siglo XX que estamos evocando así eran consideradas) de “lecturas para todos los públicos”; no era inusual encontrar en colecciones dirigidas a los chavales refundiciones, adaptaciones e incluso las obras íntegras (tal vez matizadas por la censura, pero eso ahora es lo de menos) de las hermanas Brontë, en especial, Cumbres Borrascosas de Emily y Jane Eyre de Charlotte que, podría decirse, eran piezas fundamentales de la biblioteca ideal de la jovencita bien educada y formal, compañeras de las historias que transcurrían en Torres de Mallory o de las que protagonizaba una tal Puck.


(Dcha a izq: I. Huppert como Anne, I. Adjani como Emily y Marie -France Pisier como Charlotte en Las hermanas Brontë (1979) de André Techiné)


Y el caso es que ambos títulos, al igual que los que produjo Anne, la hermana menor, fueron en su momento piedra de escándalo, revulsivo irrefrenable de una sociedad pacata, anclada en tradiciones ancestrales que reprimían cualquier mínimo atisbo de libertad, de individualidad, de pensar por uno mismo, que condenaba la creación literaria salvo si se utilizaba para transmitir valores, reforzar esquemas y apuntalar el control moral ejercido por aquellos erigidos en autoridades que se repartían, controlaban y mantenían ese ente difuso conocido como “poder”. Pero lo más grandioso de estos textos es que leídos a temprana edad resultan aventuras vibrantes, impactantes, no se puede despegar la mirada, cada capítulo arrastra al siguiente, emocionan, conmueven, impresionan no con la misma hondura con que lo hacen cuando nos enfrentamos a ellos como adultos (y por fortuna sin los corsés mentales de antaño, lo que no significa que hayan sido erradicados –sólo es que han perdido cierta influencia-), impactan en otra medida, a otro nivel, pero mantienen vivos todos sus valores y méritos y, por encima de todo, son un magnífico pasaporte para crear adicción lectora. He concluido recientemente una estupenda novela que me ha devuelto las ganas, la admiración, la necesidad, incluso diría la exigencia de regresar a la literatura de las Brontë, releer lo ya disfrutado (aunque no hace ni un año que Cumbres Borrascosas me arañó, removió e hizo zozobrar como sólo puede conseguir una prosa tan vibrante, poderosa, sin melindres ni tibieza), recuperar aquellos volúmenes que aún no han sido abiertos aunque ocupen su lugar en algún estante, una espléndida recreación del universo íntimo y creativo de estas hermanas, una joyita que se empapa de sus palabras, se sumerge en sus tonos, en sus penumbras, en su aislamiento, en su encarcelamiento emocional, en sus miedos, en la atmósfera opresiva de la casa parroquial de Haworth en la que vivían, en los sentimientos refrenados y cercenados, todo un alarde del que Jude Morgan sale airoso al haber sabido componer un fresco tenebroso y asfixiante, que atenaza y perturba al modo en que lo hacen las Brontë en sus creaciones, pero sin copiarlas o imitarlas en un mero ejercicio de mimetismo, respetando su espíritu y ahondando en sus personalidades: El sabor de las penas, publicado por Alianza Editorial.


Las hermanas Brontë aceptaron la rigidez del momento que les tocó vivir (Charlotte, la mayor de las tres, nació en 1816 y sería la última de las tres en morir en 1855), las obligaciones e imposiciones familiares (su madre murió cuando Anne, la benjamina, apenas tenía un año de vida), el respeto debido a su padre, Patrick Brontë, pastor anglicano, la penuria económica, los fallecimientos de sus dos hermanas mayores, la disipación, dipsomanía, delirios de grandeza y etílicos de Branwell, el único varón, el supuestamente llamado a dar lustre y fama al apellido, el artista que jamás despuntó y que abandonaba cualquier proyecto en aras de la diversión y de lo fácil de conseguir, pero se mantuvieron firmes en dar rienda suelta a sus ensoñaciones, en escribir a pesar de que era tarea mal vista en una mujer, en ser fieles a su instinto, en no someterse a los criterios restrictivos de las mentes biempensantes dispuestas a escandalizarse ante una prosa descarnada por honesta, por dar voz a aquellos (aunque tal vez habría que decirlo en femenino) a los que se reprimía, internaba, ocultaba, negaba capacidad, en no arredrarse ante las frases lapidarias, el desdén, el menosprecio, el cretino eco fiel que señala con el dedo lo que se oculta en el ojo ajeno sin darse cuenta de que es su mirada la viciada, la torcida, la que distorsiona.


(Casa familiar de los Brontë)


Si la película Las hermanas Brontë de André Téchiné, aunque puede suponer un primer y curioso acercamiento por el modo en que siembra interrogantes, peca de críptica, requiere un conocimiento previo sobre su asunto, deja en elipsis episodios fundamentales e incluso el dibujo de los personajes, adopta un trazo furioso que imprime tensión y acierto a sus imágenes pero exige al espectador rellenar los huecos, la novela de Jude Morgan plasma a la perfección, sin necesidad de describirlo todo o de regodearse en la crueldad de las situaciones vividas, con capacidad de síntesis y con gusto por el detalle cuando eso supone ponerse a la sombra y cobijo de las palabras que ellas nos legaron, la peripecia afectiva, familiar, profesional, creativa e incluso espiritual de Charlotte, Emily y Anne (sirviendo, por otro lado, para resaltar el minucioso trabajo de investigación llevado a cabo por Téchiné y su colaborador Pascal Bonitzer a la hora de preparar el guión para el film mencionado). Y de la lectura de El sabor de las penas salen reforzadas, por encima de todo, las personalidades literarias de sus protagonistas: Emily Brontë, inclasificable, borrascosa, vendaval de furia y pasión, espeleóloga de las emociones, creadora de un personaje torrencial, visceral, carismático por su animalidad, su falta de contención, demasiado sincera para ser tolerada, demasiado vívida para ser aceptada, demasiado humana para ser comprendida; Charlotte Brontë, la de más éxito en su momento, incómoda por sus descripciones de la tortura psicológica y física que se infligía en los internados como eje de la (supuesta) educación allí impartida, poseedora de una prosa vivaz capaz de oscurecerse en tan sólo un punto y aparte, gran creadora de atmósferas tomadas del natural; Anne Brontë, sin alharacas pero sin reprimirse, denuncia, expone, saca a la luz, habla a las claras (incluso retrató sin misericordia a su hermano Bramwell en La inquilina de Wildfell Hall), es otra voz que inquieta a las buenas gentes, a las que en realidad defiende al llamar a las lacras por su nombre (pero siempre habrá quien duerma tranquilo mientras que la suciedad se oculte y acumule debajo de una alfombra).


(Dcha a izq: I. Adjani, I. Huppert y Marie -France Pisier en Las hermanas Brontë (1979) de André Techiné)


Ellas supieron trascender el mundo de fantasía en que se refugiaban, el a modo de taller en que fueron perfilando, abonando y desarrollando sus personalidades literarias (y en que Bramwell era pieza fundamental y participativa, antes de dejarse arrastrar por lo que él consideraba veleidades artísticas), enfrentarse a sus miedos y superarlos o al menos aprender a convivir con ellos para escribir maquinal, dolorosa, compulsivamente, rompiendo moldes aún sin ser conscientes, movidas sólo por lo que consideraban correcto, no podían cohibir sus impulsos aunque comenzaron camuflándose bajo un seudónimo para allanar el camino a sus criaturas, entregaron su vida febrilmente al único trabajo, a la única tarea en la que volcar todo el entusiasmo, el frenesí, el arrebato que les inundaba el corazón, la mente, la realidad de palabras; tal vez de esa necesidad anhelante de escapar, de trascender la tristeza, de desterrar lo traumático, de exorcizar tragedias, tal vez sea pulsión la que se contagia y recorre al lector que, por primera o enésima vez, posa sus ojos en cualquiera de las novelas debidas (sufridas, vividas, experimentadas) a las hermanas Brontë.


Óscar López


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