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MATAR A UN RUISEÑOR: Bondades del ayer


(Gregory Peck y Mary Badham en Matar a un ruiseñor (1962))


“Los ruiseñores no hacen otra cosa que crear música para que la disfrutemos. No se comen los jardines de la gente, no hacen nidos en los graneros, no hacen otra cosa que cantar su corazón para nosotros. Es por ello que es un pecado matar a un ruiseñor.” (Matar a un ruiseñor – Harper Lee)


Pocas veces el alcance simbólico de la idea de inocencia ha logrado ser transmitida con mayor sutileza poética que en la única novela escrita por Harper Lee Matar a un ruiseñor, clásico literario premiado con el Pulitzer que daría lugar a un evocador film de título homónimo, dirigido en 1962 por Robert Mulligan y protagonizado por un oscarizado Gregory Peck que se convirtió desde el mismo momento de su estreno en una obra de referencia no sólo en la Historia del cine, sino también en los programas lectivos de muchas universidades estadounidenses (al igual que sucede con el libro en el que se basa).


(Gregory Peck y Brock Peters en Matar a un ruiseñor (1962))

Matar a un ruiseñor se significa como un poderoso alegato antirracista sirviéndose para ello, en una de sus líneas argumentales, del caso de un hombre de color acusado falsamente de la violación de una mujer blanca de cuya defensa Atticus Finch (un recto y a la vez comprensivo abogado viudo, padre de dos niños, trasunto del verdadero padre de la autora, interpretado en la película de Mulligan por Peck) acepta hacerse cargo aún poniendo en contra a la mayor parte de la comunidad blanca de la pequeña localidad donde vive con sus hijos. Harper Lee realizó en la pormenorizada descripción de las pulsiones racistas de una pequeña localidad sureña de los Estados Unidos de la Gran Depresión una contundente denuncia del racismo del que fue testigo de pequeña en el pueblo de Alabama donde creció y se sumó así, literariamente, a quienes apoyaban la instauración real de los derechos y libertades civiles para todos hombres sin distinción de raza, lucha que en los años sesenta del pasado siglo, (década en la que vio la luz su novela) emergió con toda con inusitada virulencia.


(Mary Badham y Gregory Peck en Matar a un ruiseñor (1962))


Sin embargo, es en el aliento poético que vertebra la semblanza que hizo Haper Lee de su propia infancia en Matar a un ruiseñor donde en verdad radica lo imperecedero de su creación. En ella no falta una entrañable idealización de su padre a través de la creación del personaje de Atticus Finch, además de divertidos y también emotivos recuerdos de gentes que formaron, de un modo u otro, parte de su vida durante aquellos años. De entre ese grupo de personas destaca el certero dibujo que hace del personaje de Dill, un niño inspirado en la figura de Truman Capote, quien de pequeño pasó muchos veranos en el pueblo de Harper cimentando una amistad con ella que duraría toda la vida (Curiosamente, cuando el afamado escritor debutó en 1948 en el mundo de la novela con Otras voces, otros ámbitos sazonó su escrito con ciertas remembranzas de Lee). Pero de entre todos los integrantes de la vívida galería de personajes recordados y recreados por la escritora sureña en Matar a un ruiseñor, es en la figura de Boo Radley el recluido disminuido psíquico, vecino de los Finch en quien radica la esencia simbólica de lo relatado acerca del ruiseñor en las páginas del libro.


(Robert Duvall en Matar a un ruiseñor (1962))


Harper Lee creó a Boo Radley (en el film Robert Duvall en su primer rol cinematográfico de importancia) sobre su recuerdo de un habitante de su localidad natal cuya familia lo mantenía encerrado en casa debido a su deficiencia mental, y al igual que acontece en la novela, el secretismo que envolvía su existencia dio origen a tenebrosas historias a las que la infancia daba un eco aún más espeluznante. No obstante, y he aquí el delicado mensaje que cobija Matar a un ruiseñor, es en ese “monstruo” presente en las pesadillas de los niños y condenado al ostracismo por la mayoría de los adultos, en quien reside una bondad impoluta, verdadera hacedora de la fe última en el ser humano.


Hace unos meses saltaba la noticia del hallazgo de un manuscrito inédito de Harper Lee datado de una fecha anterior a la escritura y publicación de Matar a un ruiseñor cuyo eje argumental gira en torno al regreso a su pueblo natal de quien es la niña protagonista de dicho clásico literario, reencontrándose ya de adulta con muchos de las figuras principales que poblaron su infancia, incluyendo (evidentemente) a su progenitor, Atticus Finch. Se cuenta que fue el editor de la escritora quien, tras la lectura del manuscrito, le aconsejó narrar la infancia de su alter ego en una novela distinta convencido de que así lograría un éxito incontestable. La futura publicación de este material inédito de Lee se convertirá en una singular precuela-secuela debido a la naturaleza anterior del primer escrito de la novelista estadounidense, originándose con ello una alambicada tarea de posicionamiento crítico en el futuro lector del mismo. ¿Cómo juzgar de manera suficientemente preclara la evolución de tono y personajes de las dos novelas dada la preeminencia de lo narrado desde una perspectiva adulta sobre lo evocado desde la infancia?


Para quienes amamos la evanescencia poética con la que Harper Lee supo revisitar los paisajes físicos y emocionales de su infancia aguardamos expectantes la publicación de ese reencuentro adulto con su ayer, anhelando hallar en él muchos de los vestigios de bondad e inocencia que convirtieron Matar a un ruiseñor en un maravilloso retablo tallado en ese tipo de esperanza en el ser humano al que hizo referencia en su día la inolvidable Ana Frank.


Pablo Vilaboy

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