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MARILYN MONROE: En la jaula de oro


“Vida…

Existo en tus dos direcciones

Permaneciendo de algún modo,

Colgando hacia abajo casi siempre.

Fuerte como una telaraña en el viento,

Existiendo con la fría escarcha…”

(Norma Jean)

Diosa del sexo y muñeca rota, mujer hecha a sí misma y niña desvalida, dueña de una naturalidad interpretativa tocada por una ternura mágica a la par que fascinante y esclava de una inseguridad malsana que la aniquilaba personal y profesionalmente, frívolo cóctel carnal de ingenuidad y picardía e intelectual autodidacta de sensibilidad extrema…Marilyn y Norma Jean, mito y realidad: Dos caras de una misma moneda en giro incesante ante un mundo que la contempló y sigue contemplándola con arrobo compasivo y una cierta incomprensión.


No hay icono cinematográfico del que se haya escrito más que del representado por la figura de Marilyn Monroe. Sabemos de su turbia infancia marcada por un progenitor que no llegó a conocer, una madre desequilibrada y suicida y por las numerosas familias de acogida en suyos senos sufrió abusos de todo tipo. Conocemos la brevedad de un temprano matrimonio del que se sirvió para huir del horror de quienes se iban sucediendo en su tutelaje, y el itinerario que se marcó primero como modelo y luego como playmate para hacerse un hueco en la salvaje Meca del cine. Nuestras retinas se han nutrido una y otra vez con el maná fílmico de sus años de estrella absoluta de la Fox, siendo raro el año en que no se publican nuevos estudios acerca de sus creaciones en películas como Niágara (1953), Los caballeros las prefieren rubias (1953), La tentación vive arriba (1955), Bus stop (1956), Con faldas y a lo loco (1959) o Vidas rebeldes (1961). Se nos han relatado con más o menos sensacionalismo su aventura con el ya presidente John F. Kennedy y sus tumultuosos y fallidos matrimonios con Joe DiMaggio y Arthur Miller, ambos ensombrecidos por su quebradizo carácter, sus frustrados intentos de ser madre y una creciente dependencia del alcohol y los barbitúricos. No dejan de admirarnos sus denodados esfuerzos por ser tomada en serio como actriz y romper con la imagen de sex symbol que la hizo mundialmente famosa. Por último, no existe en la crónica negra hollywoodiense un fallecimiento prematuro sobre el que haya sobrevolado un misterio de escala más poliédrica y una mayor capacidad para sugestionar el imaginario colectivo que el de su suicidio/muerte accidental/asesinato.


“No quiero hacer dinero. Yo sólo quiero ser maravillosa.” Afirmaba una Monroe que empezaba a saborear las mieles del éxito después de ser creada a imagen y semejanza de lo que Norma Jean concibió como su alter ego ideal. Potenciando su sabrosa carnalidad sin pretender ocultar un ápice de una vulnerabilidad subyugadora que cimentó las bases de una adoración popular sin precedentes en el universo de las vacuas idolatrías del celuloide, Norma Jean se convirtió en una diosa rubia, cercana y enternecedora, aureolada por una luz que al tiempo que la transfiguró en el ser maravilloso con el que soñaron y sueñan todavía sus millones de seguidores, hizo de su creación una jaula de oro carente de puertas por las que escapar de sus infiernos íntimos.


Norma Jean supo jugar bien sus cartas en el duro juego de Hollywood, pero perdió la partida al no saber conciliar su estrellato con la mujer desfragmentada que habitaba dentro de Marilyn Monroe. “Los hombres se acuestan con Gilda pero se levantan conmigo.”, señaló amargamente Rita Hayworth, uno de los símbolos sexuales por antonomasia del cine de los años cuarenta (s. XX) en referencia al sensual personaje que la encumbró en el film del mismo título. Otro tanto podría decirse de la catastrófica vida personal del icono rubio. Del mismo modo que había pocos que pudieran resistirse al encanto esplendoroso de Monroe, no hubo quien supiese unir los pedazos de su purgatorio interior.


“Ojalá que la espera no desgaste mis sueños.”, dejó escapar en una entrevista Marilyn haciéndose eco de la frágil esperanza de la enjaulada Norma Jean. Hay en ese anhelo un mínimo de fortaleza personal sin el cual todo soñador está condenado al fracaso. Sin embargo, tal fuerza quedaba irremediablemente socavada desde el momento en el que ella aguardaba la felicidad enclaustrada en una refulgencia distorsionadora de la percepción que los demás podían llegar a tener de su persona, coartando así su propia libertad para recomponerse y sanarse íntimamente.


No hay día en el que no reinventemos el personaje bajo cuyo amparo avanzamos por los tramos de vida que debemos superar en lucha con los heterogéneos elementos adversos que le son propios. A la sombra de la personificación que ofrecemos al mundo, somos capaces de lograr importantes victorias, pero ningún éxito conseguido en semejantes empresas posee verdadera entidad si la armadura representativa por nosotros fabricada oculta meras fracciones de un ser roto. Es la persona quien debe sustentar al personaje y no al contrario.


“Supongo que soy una fantasía.”


(Marilyn Monroe)


Pablo Vilaboy


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