AUDREY HEPBURN: Versión primigenia
(Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes)
“Se siempre una primera versión de ti.” (Audrey Hepburn)
Nadie ha encarnado con mayor exquisitez en la gran pantalla la transformación feérica del alma femenina como Audrey Hepburn, y muy pocas intérpretes han sido vistas como modélica personificación del alcance de un éxito fulgurante en plena juventud como lo fue ella. Gran parte de la vida de la actriz británica de origen belga se ha envuelto en el halo hechizante de su maravillosa imagen hollywoodiense, resultando de tal idealización una cómoda distorsión de las raíces verdaderas de una personalidad vulnerable pero pertinaz, anhelante de un equilibrio sentimental y una calidez hogareña que sólo logró esporádicamente a lo largo de su existencia.
“Nací con una enorme necesidad de afecto y una terrible necesidad de darlo.” (A.H.)
Hija del inglés Joseph Victor Anthony Ruston-Hepburn y de la baronesa Ella Van Heemstra (aristócrata holandesa descendiente del rey Eduardo III de Inglaterra y de James Hepburn, el cuarto conde de Bothwell a quien la otra Hepburn mítica del Hollywood dorado, Katharine, consideraba entre sus ancestros), la vida de Audrey comenzó con una primera infancia quebrada en 1935 cuando su progenitor, y también simpatizante nazi, abandonó a su familia, hecho que marcaría para siempre las necesidades emocionales de la entonces niña de seis años. Durante la Segunda Guerra Mundial, Hepburn, sus hermanos y su madre se refugiaron en Holanda pensando que allí estarían a salvo del imparable ejército de Hitler, sobreviviendo apenas a la posterior y muy larga ocupación nazi del país amén de ser testigos durante ese tiempo de las atrocidades cometidas diariamente por los invasores.
“Tenía exactamente la misma edad que Ana Frank. Ambas teníamos 10 cuando empezó la guerra y 15 cuando acabó. Un amigo me dio el libro de Ana en holandés en 1947. Lo leí y me destruyó. El libro tiene ese efecto sobre muchos lectores, pero yo no lo veía así, no solo como páginas impresas; era mi vida. No sabía lo que iba a leer. No he vuelto a ser la misma, me afectó profundamente.” (A.H.)
Durante esa cruda adolescencia Audrey continuó con unos estudios de ballet clásico (su verdadera pasión) que alternaba con sus obligaciones escolares y también colaboró en la medida de lo posible con la resistencia holandesa. Además, de ese período sombrío de hambruna y malnutrición heredó unos problemas alimenticios cercanos a la anorexia que la acompañaron hasta su muerte.
“Cualquier persona que no crea en los milagros, no es realista.” (A.H.)
(Audrey H. como Gigi)
Durante los duros años de postguerra Audrey Hepburn terminó de formarse como bailarina clásica pero las necesidades económicas de su familia truncaron cualquier posibilidad de desarrollar una trayectoria profesional en dicho ámbito y, ya establecida con su madre y su hermano en Londres, hubo de trabajar como corista en distintas comedias musicales para contribuir al sustento de los suyos al tiempo que tomaba clases de arte dramático y empezaba a hacer pequeños papeles en películas británicas de bajo presupuesto. Sería en el marco idílico de Mónaco, ese minúsculo estado de la Costa Azul en el que desde mediados de los años 50 (s. XX) Grace Kelly desempeñaría de forma pluscuamperfecta su legendario rol de princesa en la vida real, donde Hepburn tendría un encuentro decisivo con la famosa escritora gala Colette mientras participaba en el rodaje de Americanos en Monte Carlo (1951). El férreo convencimiento de la ya veterana autora acerca de que aquella joven de lozanía radiante y gracilidad majestuosa era la única encarnación posible de su Gigi (la inmortal heroína de la más popular novela breve salida del ingenio brillante de la escritora francesa sobre la cual se estaba preparando en aquellos momentos una adaptación teatral a cargo de Anita Loos) el que proporcionaría a la laboriosa Audrey la oportunidad de debutar ese mismo año en Broadway con un papel protagónico que a todos encandiló. La simiente del mito en que se convertiría comenzó entonces a arraigarse en tierras americanas.
(Audrey H. y Gregory Peck en Vacaciones en Roma)
Apenas año y medio después de encandilar al exclusivo círculo teatral neoyorquino con Gigi, Willian Wyler cayó rendido ante el encanto derrochado por Hepburn en una prueba de cámara para la que acabaría siendo la oscarizada irrupción en la industria hollywoodiense de la joven: Vacaciones en Roma (1953). En su papel de joven e ingenua princesa que durante unos días, huida del asfixiante círculo cortesano que la rodea, conoce efímeramente la libertad y el amor para luego renunciar a ambos debido a un inculcado sentido del deber para con su regia posición, Hepburn conquistó a crítica, público y colegas de profesión con el resplandor natural de su presencia cinematográfica y la irresistible delicadeza del talento dramático que exhibió en un rol originariamente pensado para Elizabeth Taylor. Sin embargo, sería la Sabrina (1954) de Billy Wilder la que apuntalaría gran parte de las bases del icono en que llegaría a convertirse. Próximo a la tradición del cuento de hadas como sucedía con la princesa que encarnó en el film de Wyler pero tratado con un mayor refinamiento y una estructura argumental de ensueño, el proceso de transformación por el que discurre la historia de Sabrina marcaría de manera indeleble el rumbo de la carrera posterior de Audrey debido a la mágica veracidad con la que volvió a abordar la encarnación de una heroína finalmente transformada física y sentimentalmente por el influjo del enamoramiento. Títulos mayores de su breve filmografía como Una cara con ángel (1957) o My fair lady (1964) supondrían nuevas revisitaciones de la capacidad subyugante que poseía Hepburn para conferir una credibilidad arrolladora a esa tipología femenina enraizada en el cuento de hadas.
(izq a dcha: Humphrey Bogart, Audrey H. y William Holden en Sabrina)
La fascinadora imagen cinematográfica de Audrey Hepburn que arrebató al público de los años 50 (s.XX) se vería complementada con la sofisticación embelesadora con la que se convirtió en mito al interpretar a la inefable Holly Golightly de Truman Capote en ese título imprescindible de la Historia del cine llamado Desayuno con diamantes (1961). Vestida de forma exquisita por Gyvenchy (amigo y compañero fiel en el diseño de su guardarropa tanto personal como profesional desde el encuentro de ambos en Sabrina), Hepburn personificaría un nuevo tipo de mujer en esos inicios de la convulsa década de los 60, demostrando una sabia evolución de sus ingenuas heroínas, convertidas ahora en mujeres elegantemente seductoras, irónicas pero nunca amargas.
(Audrey H. en Desayuno con diamantes)
“Nunca pienso en mi como en un icono.” (A.H.)
En ocasiones el poder deslumbrante que la figura de Audrey Hepburn tenía en la gran pantalla, así como la influencia de su estilo en el mundo de la moda, han provocado cierta minusvaloración de sus capacidades dramáticas. Baste para despejar cualquier tipo de duda al respecto revisar la que es considerada por muchos una de las grandes interpretaciones femeninas de todos los tiempos: su atribulado rol protagónico de la espléndida Historia de una monja (1959) de Fred Zinnemann, o recordar que en el mismo año que ganó el Oscar por Vacaciones en Roma, recibió el premio Tony por una alabadísima Ondine en Broadway.
(Audrey H. en Historia de una monja)
“Si soy honesta debo decir que todavía leo cuentos de hadas y que son los que más me gustan.” (A.H.)
Durante catorce años Audrey Hepburn luchó para mantener a flote su matrimonio con Mel Ferrer y casi el mismo número de años invirtió en construir su ideal de hogar con Andrea Dotti, sin embargo en ninguno de ambos casos fue capaz de hacer realidad ese máximo anhelo, viendo frustrada su necesidad de formar un círculo familiar perfecto donde refugiarse por siempre, amando y siendo amada. A pesar de ello, de tales batallas perdidas surgieron los dos grandes tesoros de su existencia: sus hijos.
“A medida que crezcas, descubrirás que tienes dos manos: una para ayudarte a ti mismo y otra para ayudar a los demás.” (A.H.)
Colaboradora entregada de UNICEF desde 1955, Audrey Hepburn conjugó generosidad y tenacidad en la ayuda a la infancia necesitada de los países más pobres del mundo (reseñable fue su viaje a Somalia en 1992 promovido por UNICEF cuando, ya desahuciada debido al cáncer que acabaría con su vida a la edad de 63 años, quiso contribuir a llamar la atención sobre la extrema situación de hambruna del país), amén de apoyar otras causas como la lucha contra el sida.
Audrey Hepburn perdura en el recuerdo no sólo de aquellos que conformaron su universo afectivo, si no en muchos otros corazones que prendados de su distinguido encanto supieron, saben y sabrán amar la versión primigenia de una mujer nacida para ser inigualable.
(Audrey H. en My fair lady)
“Chispeante Audrey, mágica Audrey, sublime Audrey, fascinante Audrey…Me detengo aquí porque me faltan las palabras. Sólo una más: Eterna Audrey.” (H. De Gyvenchy)
Pablo Vilaboy