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EL MILAGRO DE ANA SULLIVAN


(izq a dcha: Patty Duke, Anne Bancroft)

Entre las muchas definiciones que podrían servirnos para delimitar la idea que reposa en el concepto de “milagro”, está la siguente: “Suceso inexplicable, extraordinario o maravilloso que se atribuye a intervención divina.”, noción acertada para englobar determinado tipo de sucesos, pero que no obstante debe ser matizada para dar cobijo a la trascendente naturaleza humana que encierran acontecimientos tales como la prodigiosa gesta que llevó a cabo Ana Sullivan al derrumbar los muros de oscuridad y silencio que mantenían a una niña sordomuda y ciega llamada Helen Keller en el agonizante calabozo de la incomunicación y el aislamiento. Cierto es que tamaña proeza posee el maravilloso aliento de lo extraordinario, sin embargo nada hay en ella de indescifrable o de divino pues cuanta explicación se precise, reside en la tenacidad y el corazón de aquella maestra semi-ciega que consiguió abrir para su recluída pupila una senda hacia la luz del conocimiento. Semejante historia verídica, avalada por las vivencias que la propia Helen Keller recogió en su autobiografía The story of my life, sirvió de inspiración para que la certera y delicada pluma de Willlian Gibson alcanzara su gran cima creativa en The miracle worker, uno de los mayores acontecimientos teatrales que tuvieron lugar en el Broadway de principios de los 60 (s. XX). En absoluto ajenos a tamaño éxito escénico fueron su director Arthur Penn y sus dos inconmensurables protagonistas: Anne Bancroft como Ana Sullivan y Patty Duke en el papel de la niña, equipo de trabajo laureado por doquier que afortunadamente fue mantenido intacto a la hora de proyectarse la adaptación cinematográfica de la obra.


En la década de los sesenta del pasado siglo comenzó a forjarse el criterio de la autoría fílmica, muy especialmente en ámbito europeo cuyas corrientes de influencia cruzaron con prontitud el Atlántico y fueron dejando huella tanto en la hornada de nuevos realizadores que empezaban a despuntar por entonces como en el estilo de muchos directores veteranos que vieron cómo su labor estaba pasando a ser reconocida a nivel popular con independencia del lustre del sistema de estrellas de estudio cuyo declive iba tornándose en inevitable. Dentro de aquel primer grupo de incipientes realizadores se encuadraría Arthur Penn y no es exagerado reseñar que el tratamiento que dio a cada una de las imágenes que conforman esa inigualable y cimbreante película en que quedó convertida la hazaña de la srta. Sullivan no hubiera sido posible en el Hollywood de las décadas anteriores. La muy libre combinación de expresionismo y naturalismo de la que se valió Penn para potenciar la arrebatada fuerza emocional del inspirado guión del propio Gibson, constituye un perfecto ejemplo de cómo buscar nuevos caminos a la hora de hacer de la cámara una aliada visible y reforzadora de la acción. Y si bien muchos experimentos de “autor” que se llevaron a cabo entonces, cayeron de inmediato en el vacuo error de la pretenciosidad y nacieron yermos en valía y mensaje; hubo otros como El milagro de Ana Sullivan (1962) que lograron ir más allá de la coyuntura de su época, ganándose a lo largo de los años una merecida vigencia como clásicos. No hay en el film de Arthur Penn un solo encuadre que no se halle acompasado con el ritmo interno de la historia, logrando que la indagación emocional de sus personajes amplifique su eco humano. Ninguna sombra de teatralidad se cierne sobre un conjunto de tan desenvuelta libertad cinematográfica, triunfo que se debe atribuir sin discusión al modo en que Penn entrega el devenir de esta profesora y su alumna al plano de lo universal de los íntimos heroísmos de las personas anónimas.


(izq a dcha: Anne Bancroft, Patty Duke)

La misma prodigiosa heroicidad que empaña toda la historia de esas dos mujeres tuvo un reflejo supremo en el portentoso espejo de la eminencia dramática que alcanzaron Anne Bancroft y Patty Duke. El comprometido verismo que ambas insuflaron a sus excelsas composiciones se encuentra en las antípodas del hueco histrionismo del que podrían haber echado mano al enfrentar tamaños retos de interpretación, y consigue una armonía de talentos como pocas veces se haya podido admirar en una pantalla. En cierta ocasión la gran Barbara Stanwyck se lamentó de que ya no había actrices con la “presencia” que tenían las colegas de su generación, pues bien, sin ánimo de corregir a doña Barbara (y es bien cierto que en épocas posteriores a la de los denominados “años dorados” de Hollywood, la cantidad de actrices pertenecientes a esa categoría fue menguando progresivamente.) no hay más remedio que apuntar la evidencia de que si en la década de los 60 irrumpió una actriz con verdadera “presencia” esa fue Anne Bancroft, intérprete de una personalidad avasalladora que jamás asfixió la verdad de los personajes que sus colosales dotes de actriz nos fueron regalando a lo largo de los años. La rotundidad con la que la enorme Bancroft hace aflorar la torturada pero entregada alma de Ana Sullivan, dotándola además de un sentido del humor absolutamente cercano, una nobleza sin par y una capacidad de lucha tan entrañable como virulenta, está ya en los anales del cine como inalcanzable ejemplo del arte interpretativo. Por su parte, Patty Duke modeló de forma sobresaliente todas y cada una de las exigencias que requería la desolada figura de Helen Keller afrontando con salvaje ternura y matizada pasión tales rigurosos requerimientos. Resulta asombroso comprobar cómo el retrato de niña sordomuda y ciega que Patty Duke nos regala a lo largo del film nunca se hunde en el fango del maniqueísmo barato, incitando a la comprensión pero jamás a la conmiseración al desnudar por completo al ser humano que late en la insondable oscuridad que aprisiona a su personaje. El seísmo emocional al que nos arrastran estas dos actrices a través de unas interpretaciones donde el virtuosismo propiamente físico de la mayoría de sus escenas en conjunto (como las largas secuencias de “combate” entre maestra y alumna en las que el diálogo es inexistente) adquiere una subyugante y encomiable fuerza que todavía no ha sido superado.


(izq a dcha: Patty Duke, Anne Bancroft)


La catarsis final a la que nos vemos fascinantemente empujados gracias a la concienzuda labor de Arthur Penn y su fabuloso dúo de actrices, contiene una extraordinaria sucesión de instantes de suprema emotividad: Durante otra bravía pelea de resistencia de la srta. Sullivan con la indómita Helen en pos de mantener al menos la ciega disciplina de maneras que ha conseguido inculcarle (y que la sobreprotección de la familia Keller sobre la niña amenaza con echar al traste), la maestra termina empapada con el agua de una jarra que le arroja su pupila. Sin flaquearle el ánimo, Ana arrastra a Helen a la fuente del jardín para que ella misma vuelva a llenar la jarra, momento en el que ésta, sumergida en el frenesí de confrontación y recibiendo en sus manos el agua, recuerda la única palabra que había empezado a balbucear siendo aún un bebé, antes de verse atrapada por sus limitaciones sensoriales: “Agua”. Será en ese punto culminante cuando Helen llegará al entendimiento de que los signos manuales que ha ido aprendiendo de Ana gracias al tacto sirven para denominar cosas y poder comunicarse así con el exterior. Presa de un ansia liberadora irá reclamando de la srta. Sullivan que le “nombre” distintos elementos del jardín: “Tierra”, “Fuente”, “Árbol”...y al exultante grito de “¡Ha comprendido!” (un galvanizante “She knows!” que la Bancroft nos regaló para la posteridad) saldrá el matrimonio Keller de la casa y por vez primera su hija sabrá llamarles “padre” y “madre”. Tales momentos de emoción exaltada y turbadora dan paso a tres piezas delicadas y bellísimas (dos dentro de la misma secuencia y una en el epílogo): La primera acontece cuando Helen desasiéndose de los abrazos de sus padres va a tientas a buscar a Ana (que delicadamente se ha apartado del profundo reencuentro familiar que ha acontecido) y tocándola con un dedo reclama saber “quién es” a lo que aquella responde, ahogada en un mar de ternura: “Maestra”. Acto seguido la niña irá hacia su madre y pidiéndole permiso mediante signos para darle las llaves de la casa a su “maestra”, le hará entrega de las mismas a quien ha abierto para ella las puertas del paraíso del conocimiento y la comunicación: Ana Sullivan. Un breve pero exquisito epílogo cierra la maravillosa vivencia que nos proporciona el film de Penn: Ana reposa en el porche y acoge a Helen en su regazo. Una gloriosa paz inunda el rostro de la niña, que besa a su maestra en una mejilla y abandona su cabeza en su hombro. Únicamente entonces Ana se permitirá escribir en la mano de Helen el más “milagroso” mensaje que una persona le pueda decir a otra: “Te quiero.”


Pablo Vilaboy


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