top of page

TONI HILL: PONER EN BLANCO LO NEGRO


Sentir que naciste como amante de todo lo que pueda englobarse bajo la etiqueta de “novela policiaca” o “novela negra” (términos que a veces son intercambiables y que en otras ocasiones se utilizan como sinónimos sin serlo realmente o sin tenerse claro a qué se llama qué), pudiera decirse responde a ese afán curioso e impenitente que hizo cristalizar lo que ha de entenderse como verdadera y única vocación posible, la que por fortuna he podido y puedo desarrollar desde hace algo más de veinticinco años como profesión (y que, de una forma u otra, pese a quien pese, por encima de dimes y diretes, soltando lastre, voy a seguir ejerciendo mientras las fuerzas y la inspiración estén de mi lado). Vamos, que uno ha sido siempre muy preguntón y lo de plantearse enigmas, recomponer rompecabezas, resolver problemas (aunque las matemáticas jamás me apasionaron, tuve maña para las mismas y esos retos en los que había que despejar la incógnita eran, a pesar de todo, tan entretenidos como los libros de Enid Blyton), lo de encontrar una respuesta era un continuo acicate, vivir la sensación de que siempre había algo por hacer/descubrir; al margen de los clásicos volúmenes que todos los chavales de la época (una inmensa mayoría, no es exageración ni glorificación del pasado) devorábamos como si no hubiese un mañana y nos intercambiábamos entusiasmados (Los Tres Investigadores, Julio Verne, Los Cinco, Los Hollister –y más, gracias a las colecciones de Bruguera, pero es el momento de centrarse en los que, aunque fuese tangencialmente, servían como introducción al género que nos ocupa-), un servidor tropezó muy pronto con Agatha Christie, con la querida tía Agatha, y ya no fue posible la vuelta atrás.


Denostado por mucho erudito de salón que olvida el disfrute de la lectura para convertir libros magníficos en galimatías incomprensibles e imposiciones irracionales (la magna obra de don Miguel de Cervantes, esa a la que solemos referirnos como El Quijote, es el máximo ejemplo de cómo enemistar a varias generaciones de estudiantes con una de las novelas más divertidas, excitantes, hermosas y transgresoras que jamás verán los siglos), por tanto intelectualoide que se enreda en una verborrea sin sentido para encubrir sus propias carencias y colocarse en una atalaya desde la que contemplar con cierta conmiseración (o ni tan siquiera eso) al resto de los mortales, al populacho que jamás estará a su nivel, por algunos papagayos que cacarean lo que, paradójicamente, aprenden en los libros que no aman, en lo que memorizan sin que las palabras pasen o se aposenten en el lugar idóneo, es decir, en el corazón, en lo profundo, en el alma, en una sonrisa, en una lágrima, arrinconado por cuatro que nadie sabe cómo (o sí, pero no es el momento ni el lugar para analizarlo) han sido erigidos como voces autorizadas, el género negro (para entendernos, usemos esta expresión en su sentido más amplio y nos evitamos andar matizando a cada paso) ha resistido para ganar, adaptándose, ramificándose, reinventándose, mezclándose, siendo refugio de escritores que, con claras intenciones sociales y políticas, con acidez, mordacidad, ironía, verbo envenenado y venenoso, fabulaban o se limitaban a tomar apuntes del natural para diseccionar su alrededor, lo cotidiano, ese lumpen o bajos fondos que en tantas ocasiones están más cerca de lo que se considera aceptable para mantener la mala conciencia a buen recaudo. En la actualidad se vive una nueva edad de oro (lo que no implica, faltaría más, que la calidad sea el valor fundamental de lo que se ofrece con profusión e incluso exageración, saturando los expositores y las mesas de novedades) y más de uno ha tenido que comerse sus palabras o vencer sus reticencias al repetir el esquema “novela negra-mala literatura”, poniendo en valor a grandes clásicos a los que como mucho se concedía una mención muy de pasada o una nota a pie de página a la hora de recorrer la historia de los hitos literarios, reconociendo los hallazgos y aportaciones de otros, rindiéndose a la evidencia de lo magníficamente bien que narraban, del trabajo estilístico y formal, de la hondura de la prosa de firmas como Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Chester Himes o Ross Macdonald, del modo en que han seguido brillando (y abordándolo sin rubor ni escrúpulos), ofreciendo algunas de sus mejores páginas (de ellos como autores, también del género), autores como John Banville (camuflado/descubierto bajo el seudónimo Benjamin Black, como manera simple de advertir al lector de por dónde irán los tiros –nunca mejor dicho-), Patricia Highsmith (una de las más grandes, escritora revolucionaria a la que aún no se ha hecho toda la justicia debida) o varios de los españoles, precisamente en los que nos centramos a continuación.


En nuestro país, el género policiaco siempre ha estado muy pegado a la realidad, a lo reconocible; ha habido (y hay) copias, trasuntos, acercamientos hechos con lo que nos llega desde Estados Unidos, pero tanto en el cine como en la literatura han primado las comisarías llenas de humo de cigarrillo, salas con mobiliario de madera, el frío de las calles, las prostitutas de buen corazón, policías sin glamour, mafiosos de barra de bar o antro iluminado por una bombilla o un flexo, borrachos lúcidos, ladronzuelos de medio pelo, confidentes a cambio de un bocadillo y de alguna cartera distraída; así, hemos gozado con las creaciones de Manuel Vázquez Montalbán, Francisco González Ledesma, Francisco García Pavón, Alicia Giménez Bartlett y hemos llegado hasta el deslumbramiento provocado ante la irrupción frenética y hasta la cocina de un escritor con voz propia que no reniega del pasado, que revitaliza el género respetando sus esencias, sus convenciones, que sabe mezclar acción e intriga con el aporte social, base fundamental de lo que nació en torno al crack del 29, novela que no precisa de gánsteres para poder ser considerada y alabada como negra (Horace McCoy suele ser el ejemplo más recurrente con su impresionante ¿Acaso no matan a los caballos? que dio pie a la no menos contundente película de Sydney Pollack que aquí conocemos como Danzad, danzad, malditos). Toni Hill dejaba boquiabiertos a propios y extraños en 2011 con su ópera prima, El verano de los juguetes muertos, primer tomo de una trilogía que él nunca previó como tal hasta que le apeteció dejar cerrado un caso que sobrevolaba por sus páginas y, muy especialmente, por el ánimo y el ánima del protagonista, el impagable y por derecho propio ya legendario Héctor Salgado: la desaparición de Ruth, su ex mujer, investigación que ha vertebrado espléndidamente y establecido vasos comunicantes entre las tres novelas que, aunque pueden leerse independientemente, adquieren su verdadera entidad cuando se utilizan como fichas de dominó y son absorbidas (es imposible leerlas en reposo: involucran, menean, preocupan), consumidas, vividas en el orden en que vieron la luz (aunque el lector que llegue ahora no tendrá que esperar merendándose las uñas, como nos pasó a tantos, por el tiempo transcurrido entre la publicación de Los buenos suicidas (2012) y Los amantes de Hiroshima, que apareció en noviembre de 2014, editada al igual que sus predecesoras en Debolsillo).


Toni Hill


Pero la hazaña se ha llevado a cabo con un éxito rotundo, las mejores expectativas se han visto superadas con creces, no sólo en lo que hace referencia a la resolución del inquietante interrogante “¿qué pasó con Ruth?”, sino en lo que a la historia principal, el nuevo caso de Salgado, compete: uno de esos crímenes sin resolver que reaparece con mayor fuerza, desestabilizando el precario equilibrio que habían recuperado todos los involucrados en el mismo, con un dibujo preciso y certero de psicologías, tipos, identidades, naturalezas, temperamentos. Toni Hill escribe con cadencia, con detenimiento, con gusto, pero tan al servicio de la historia, impulsando siempre la trama hacia delante, que a alguno puede pasarle desapercibido ya que su mayor talento es que el aparataje, el, digámoslo así pero sin ningún atisbo de tono peyorativo, artificio literario no estorba, no se impone, se diluye en una prosa con profundidad, con tiempo para alternar tonos, con regusto amargo, con desolación melancólica, pero que, como diría el maestro Cortázar, sabe ganar a los puntos, sin fagocitar la narración o hacerla embarrancar en párrafos sólo compuestos para colmar las ambiciones del autor (y la paciencia del lector): “Yo sólo puedo decir que me planteé el reto de huir del canon pero sin que se notase, es decir, no dejarlo todo en manos de lo formal porque, además, tenía claro que quería escribir este género. Por eso fueron apareciendo detalles como el hecho de que Ruth abandonó a Héctor por otra mujer, no sé, que se viera el siglo XXI pero a través de los detalles, de elementos que cualquiera reconoce”, cuenta Toni Hill en conversación telefónica entre dos entusiastas del noir, charla torrencial en la que, al margen de abordar diferentes aspectos de la trilogía y muy especialmente de Los amantes de Hiroshima, hay tiempo para pasar revista a autores sobre los que, en algunos casos, Toni ha tenido que elaborar informes de lectura (una de sus ocupaciones en el mundo editorial), pero ese detalle queda entre él y yo. El caso es que no le ha entusiasmado (como parece ser el consenso reinante) el guión que Gillian Flynn ha hecho sobre su propia novela (Perdida) para la sobrevalorada película de David Fincher (en realidad, él mismo lo está) y coincide con el que suscribe en que ha abundado en algunos de los errores que impiden que el original descuelle como debiera –“Tiene unas ciento y pico páginas espléndidas, muy en la línea de Patricia Highsmith, escritas con vigor y poderío, pero se deja llevar demasiado por el afán de dar el giro menos inesperado” (y uno añadiría que parece escrita a cuatro manos porque parece no haber correspondencia estilística entre algunas partes y el resto o, al menos, no haberla revisado a conciencia y haber dado por bueno lo primero escrito)-; también se reconoce fan de Agatha Christie –“sí, a veces puede dejar que desear, pero es que a ella le importaba el misterio y bastante poco el estilo, del que no puede negarse su efectividad. Sin embargo, sus soluciones siguen siendo impecables y juega limpio con el lector” (le cuento que acabo de releer hace poco El asesinato de Roger Ackroyd, precisamente porque lo que iba leyendo en Perdida durante buena parte del libro me hizo pensar en una solución similar, y pudiera decirse que nos dice quién es el asesino en las primeras páginas pero no nos damos cuenta de ello porque sabe camuflarlo con elegancia y dominio del lenguaje –para que luego digan- y no se le puede reprochar que nos estafe cuando Poirot desvela la solución). También cuenta que jamás se planteó una saga, que a buen seguro Héctor Salgado y Leire Castro regresarán dentro de unos años, porque aunque comprende la fidelidad de muchos lectores a las novelas de Andrea Camilleri o Donna Leon (lo de Camilla Läckberg le cuesta más entenderlo) “se termina por producir en serie, porque existe el compromiso de ofrecer un título anual y al final se resiente el contenido” (y en ese sentido, salva más al italiano que a la estadounidense afincada en Venecia). Toni Hill (por cierto, su nombre real, el que algunos han querido españolizarle –“¿Pensaron en llamarte Antonio Colina?” “Calla, calla, que, dicho con todo el respeto, suena a nombre de cantante de orquesta”-) anuncia que ya está trabajando en un nuevo proyecto, también de género negro pero sin Héctor Salgado, y el admirador no puede menos que frotarse las manos aunque el periodista, el aficionado a la literatura, espera tener ocasión de compartir otra conversación para seguir hablando sobre libros.


Óscar López

Follow Us
  • Twitter Basic Black
  • Facebook Basic Black
  • Google+ Basic Black
Recent Posts
bottom of page