top of page

VICTORIA: Larga vida (y en serie) a la reina


Según el DRAE, una hagiografía es aquella “biografía excesivamente elogiosa”, aunque el uso más extendido del término le da un tono mucho más peyorativo (e incluso completamente negativo) queriendo indicar/denunciar que el biógrafo se pone al servicio (y glorificación) de la persona cuya vida narra, incidiendo en todo lo que pueda tener o adquirir visos de hazaña, logro, descubrimiento, suceso digno de recuerdo que sume enteros en la deificación, dejando a un lado cualquier aspecto que pueda nublar, manchar o ensuciar la imagen del personaje, llegando incluso a tergiversar la Historia, cuando no a inventarla sin temor al desmentido ni al abucheo. Maestros a la hora de hacer memoria y construir mitos (y en lo contrario), los británicos escriben y reescriben continuamente cualquier hecho de su pasado que les ayuda y permita sentirse superiores, diferentes, especiales, herederos de un imperio, permanentes conservadores de sus esencias, rituales, tradiciones, actualizando constantemente el interés por unas figuras que, con toda naturalidad, forman parte de su cotidianidad, chovinismo que, las cosas como son, es absolutamente envidiable, tanto en lo artístico como en lo histórico. Es así como, puede decirse, nacen leyendo a Shakespeare (al margen, claro, de verle representado) y recitan sin apuro, citando con precisión, infinidad de frases (y hasta parlamentos más largos) debidas al ingenio del Bardo, veneran por igual a Agatha Christie que a Jean Austen, celebran centenarios y fechas señaladas, pero si no la hay rápidamente encuentran cualquier aniversario (cualquier excusa) que les permita regresar a Dickens, a Turner, al Free Cinema, consideran gloria nacional (Caballero o Dama del Imperio Británico) a gente de los ámbitos más diversos (la lista incluye a deportistas, científicos, músicos, empresarios o ac, ocupando un lugar de privilegio en sus atenciones la monarquía, convertida desde hace mucho tiempo en uno de sus mayores reclamos turísticos, algo que no sólo se circunscribe a la actual soberana y su familia sino que se hace extensivo a dinastías anteriores.


Jenna Coleman y Tom Hughes


Y, por más que al final prevalezcan (o al menos lo aparenten -en eso también son expertos-) el respeto, la admiración, el cariño que se dice incondicional y general, lo cierto es que pocos monarcas se ganan el sueldo y lo justifican día a día (en todos los sentidos) como Isabel II, no sólo en el escrutinio a que se somete cada uno de sus actos, gestos y (escasas) palabras, sino por cómo ella y los suyos han sido y son casi constantemente parodiados, reprobados, atacados, perseguidos, lapidados, avergonzados en ficciones y medios de comunicación, en televisión y en el teatro, exhibiendo con mayor o menor elegancia sus defectos, sus errores, sus intimidades, dando pábulo a rumores y carta de naturaleza a leyendas (urbanas y palaciegas), ridiculizándolos con saña desde los titulares de algunos tabloides. Pero tiempo habrá dentro de poco de volver sobre este asunto con mayor detenimiento (la hasta el momento magnífica serie “The Crown” anuncia su segunda temporada para el próximo 8 de diciembre), por lo que abandonamos por ahora a la persona que más tiempo ha ocupado el trono británico (65 años se cumplieron el pasado febrero) para centrarnos en la figura de su tatarabuela, a la que arrebató el récord de 63 años y 216 días como soberana, la misma con la que también comparte/se disputa la gloria televisiva desde el año pasado, aquella que quiso reinar (igual que hace ella) con su nombre de bautismo, es decir, “Victoria” (pongamos las comillas para entrar de lleno en lo que nos interesa, la serie de la ITV que hace poco más de un mes concluyó, asimismo, su segunda temporada aunque anunciando un capítulo especial para Navidad que se emitirá el mismo 25 de diciembre).


Jenna Coleman y Tom Hughes


El reinado de Victoria abarcó más de la mitad del siglo XIX y casi un mes del XX (desde el 20 de junio de 1837 al 22 de enero de 1901), por más que, la mayoría de las veces, cuando alguien habla de “la época victoriana” suele referirse a los años finales del XIX, sobre todo al tiempo asociado a los crímenes atribuidos a Jack el Destripador y al coincidente con la publicación de los primeros relatos y novelas protagonizados por Sherlock Holmes. La serie creada y en gran parte escrita (trece de los dieciséis episodios ya emitidos llevan su firma) por Daisy Goodwin pretende dar una imagen lo más completa y exhaustiva posible del personaje, ahondando en los episodios menos conocidos o difundidos de sus casi 64 años como monarca, iniciándose el serial en el momento en que una Victoria que acaba de cumplir dieciocho años hereda el trono, un tanto contra pronóstico (así lo pensaban muchos a pesar de que su tío, Guillermo IV, no hubiese tenido descendencia, al igual que el resto de hijos de Jorge III, con la excepción, por supuesto, de Eduardo, duque de Kent, su padre, fallecido cuando ella apenas tenía un año) y sin gozar de aceptación entre el espeso e infranqueable magma formado por la gente de la corte y los políticos, que la consideran demasiado joven, poco o nada preparada, alguien fácilmente influenciable y manipulable, sobre todo por su condición femenina y por haber sido criada bajo la supervisión de su madre (la princesa alemana Victoria de Sajonia-Coburgo-Saalfeld). Desde el principio se rehúyen trivializaciones, sublimaciones, imágenes idílicas, ditirambos encendidos dados por buenos (transformados en “verdades históricas”) o por supuestos (hay quien sospecha de antemano, quien sólo espera hagiografías o cataloga como tal a todo aquello que no responda a sus opiniones o certezas, no aceptando un relato completo, reclamando en realidad el mismo maniqueísmo que se supone rechazan y censuran, negando hechos probados, hay quien mantiene ese prejuicio a capa y espada porque no se preocupan de conocer, en este caso, la serie sobre la que pontifican), es innegable que la autora quiere y trata bien a su personaje central, que le confiere carácter de heroína (algo que no se le puede negar, por otro lado, en determinados momentos), pero para ello, precisamente, aborda los aspectos menos amables de su personalidad, coloca en primer término sus inseguridades, sus incorrecciones, su desconocimiento de la ingente tarea que asumió, las muchas sombras propias y ajenas que despejó y las que nublaron su ánimo, sus relaciones personales, su reinado, el cuento de hadas, la historia de amor a la que hoy en día se sigue rindiendo culto.


Jenna Coleman y Rufus Sewell


El eje de lo emitido hasta el momento no puede ser sino la relación entre Victoria y Alberto, sus primeros años de matrimonio, la desubicación y el descontento del consorte al tener que aceptar un papel secundario y sometido al poder de su esposa, el modo en que fueron ajustando y reajustando piezas cada poco tiempo, en permanente tensión entre el deber y el amor, enfrentados por las envidia y decepción de Alberto y la inmadurez política y personal de Victoria, un círculo vicioso del que a veces les resulta complicado salir (y que incluso propician y crea adicción) y que la serie resuelve sin caer en reiteraciones ni extremar o caricaturizar a los personajes, algo a lo que no son ajenos Jenna Coleman y Tom Hughes con sus portentosas interpretaciones, destacando la primera por la facilidad con que despliega un carisma natural, sin impostaciones ni morisquetas, y el segundo por llegar hasta la médula de su rol, por honestidad actoral, porque no le importa caer mal al público si eso aporta verosimilitud y humanidad (en el sentido más amplio de la palabra, no se trata de bondad sino de credibilidad, de verdad). Junto a ellos, como es habitual, esa inagotable nómina de actores británicos que se adecúan al rol encomendado hasta fundirse con él, es imposible citarlos a todos aunque todos destacan, a veces por grandes momentos, a veces por su saber estar en segundo plano con sutileza pero aportando detalles que enriquecen el conjunto (y aquí sí merece mención especial Tommy Knight como Brodie, el hall boy -literalmente, “chico del pasillo”- que atiende a la pareja real y que caracteriza y explica su personaje sólo con las miradas de admiración que dedica a Alberto), es un placer contemplar cómo se mueven, cómo hablan, cómo callan, cómo contienen, intérpretes de la talla de Diana Rigg (imprescindible allí donde se la reclame, robando planos sin hacer alarde, regalando talento y sabiduría), Alex Jennings, Rufus Sewell o Nigel Lindsay, combinados a la perfección con las nuevas generaciones soberbiamente representadas por Nell Hudson, David Oakes, Bebe Cave, Ferdinand Kingsley (de casta le viene: hijo de Ben Kingsley y la espléndida directora teatal Alison Sutcliffe), Jordan Waller o Leo Suter (protagonizando estos dos últimos una historia de amor homosexual que es un prodigio de elegancia, complicidad con el espectador y fiel reflejo de la época). Y todo sin poder olvidar a Daniela Holtz, actriz alemana que se apodera de la baronesa Lehzen, institutriz y posteriormente dama de compañía de Victoria, sustituta de una madre que nunca ejerció como tal (su hija, al no sentir ningún vínculo ni recibir ningún afecto, la trata con desapego e incluso desprecio e inmisericordia), y la transforma en un personaje inolvidable.


Jenna Coleman y Daniela Holtz


“Victoria” combina con maestría la Historia con lo personal, lo íntimo, lo anecdótico, explicando con acierto (y sin miramientos cuando corresponde) sucesos como la Gran Hambruna Irlandesa o la derogación de las Leyes del Maíz, motivo por el cual dimitió de su cargo de su Primer Ministro Robert Peel, momento que marca el final de la segunda temporada. Al igual que sucediese con “Lincoln” (2012), la película de Steven Spielberg, lo que aquí se cuenta en torno a las intrigas políticas (y religiosas), las abruptas negociaciones (o debates encendidos con más griterío que argumentos), los intereses económicos que se mueven en torno a estos hechos, las razones humanitarias esgrimidas por la reina, el panorama que aquí se traza demuestra que aún hay mucho por estudiar y aprender y que en demasiadas ocasiones nos quedamos en la superficie, en lo obvio, en el estereotipo, en ideologías reducidas a un adjetivo, en olvidar a las personas involucradas, el factor humano (como tantas veces le robaremos a Grahan Greene) que distingue a esta serie, nueva muestra de la excelencia británica a la hora de convertir la Historia en apasionante, sin negar ni tergiversar tanto como se les acusa (por otro lado, aunque sea de ese modo -es decir, para desmentir y corregir, para precisar y aclarar-, qué fantástico es que una serie de televisión despierte interés por aquello que, en contra de lo que hace poco decía alguien sin rubor, no se debe olvidar).


Follow Us
  • Twitter Basic Black
  • Facebook Basic Black
  • Google+ Basic Black
Recent Posts
bottom of page