DEBBIE REYNOLDS: Tanto gusto
(Debbie Reynolds, Gene Kelly)
Gracias a esta bendita y maravillosa profesión que uno ejerce (a pesar de tantas cosas sigue resultándome, como dijo el maestro García Márquez, la mejor del mundo), he tenido ocasión de estrechar las manos, dar y/o recibir besos, compartir conversación con personas admiradas, queridas, respetadas (e incluso desarrollar amistad con algunas de ellas), pero lo de Debbie Reynolds fue especial, fue diferente, fue inolvidable porque nosotros (Pablo siempre cerca, al lado, compartiendo, propiciando, participando de ese universo íntimo plagado de estrellas, de emociones, de mitos, de goces), los dos estábamos
allí como espectadores y la eximia intérprete de Cantando bajo la lluvia (1952) nos dedicó unos minutos para agradecernos nuestra asistencia, tuvo la deferencia de recibirnos y sonrío complaciente para inmortalizar el momento, atenta a y con sus seguidores como sólo los verdaderamente grandes, los que no tienen nada que demostrar, los que no hacen alarde ni ostentación de sus virtudes pueden y saben demostrar.
Si bien es cierto que aquel viaje a Londres empezó a tomar forma desde el momento en que descubrimos que Julie Andrews anunciaba el que ya es mítico espectáculo en el O2 Arena londinense, la noticia de que la que convirtiese en legendaria aquella Molly Brown, siempre a flote (1964) ofrecía unos cuantos recitales, una breve temporada con un espectáculo unipersonal en el Apollo Theatre, ya nos había abierto las ganas (jamás saciadas) de regresar al West End y asistir a lo que, con toda justicia, se anunciaba como una insólita ocasión para tener cara a cara a uno de los nombres señeros del mundo del espectáculo, una mujer que aunque, puede que para algunos quede más en el recuerdo por el escándalo que protagonizó a tres bandas con su entonces marido Eddie Fisher y su hasta ese momento gran amiga y reciente viuda Elizabeth Taylor, ha dejado buena muestra de su versatilidad, de su brillo, de su carisma, de su personalidad no sólo en la gran pantalla sino en la pequeña (y no hay que remontarse demasiado en el tiempo: lo que iba a ser un capítulo en Will y Grace (1999-2006) se convirtió en una aparición recurrente como invitada especial, un momento que los seguidores de la serie esperaban con avidez) y, por supuesto, en los múltiples escenarios pisados, en clubs, teatros, salas de fiesta, en cualquier formato en que pudiese desarrollar su arte.
Debo reconocer que durante muchos años sentí gran aversión por ella, no atendía a sus méritos y facultades porque, admirador irredento de la Taylor, no podía perdonarle que hubiese puesto a Hollywood en su contra al pregonar su traición (“mandé a mi marido a que la consolase de su pérdida [la muerte de Mike Todd en accidente de aviación] y se quedó con él”, fue el modo en que Debbie lo contó, vendiéndose como víctima y abandonada, algo que fue indudablemente, pero poco a poco se fue destapando toda la verdad y su matrimonio no era tan idílico como quisieron hacer creer ni Elizabeth se lanzó al cuello de Eddie como una desesperada –más bien lo contrario-).
(izq a dcha: Liz Taylor, Eddie Fisher, Debbie Reynolds)
Lo cierto es que no estaba totalmente reconciliado con ella cuando partimos hacia Londres, pero era la mejor ocasión para comprobar de primera mano quién era esta artista más allá de esa historia rocambolesca y del “siniestro” estrambote que suponía lo que narró su hija Carrie Fisher, el material que dio pie a Postales desde el filo (1990), la película de Mike Nichols en que Shirley MacLaine se transformó en la Reynolds (especialmente en una secuencia antológica que luego la propia Debbie parodiaría en Connie y Carla (2004)).
(izq a dcha: Debbie Reynolds, Carrie Fisher)
Su mera aparición en escena ya dejaba algo muy claro: posee aureola, presencia, destella, se impone, atrapa miradas, cautiva, no necesita aditamentos ni añadidos, no precisa de disfraces, sólo tres músicos y el foco de luz, el brillo de las lentejuelas (su vestuario responde a la imagen que uno tiene en su cabeza de lo que debe lucir una estrella de siempre), ella de pie ante el micrófono cantando (una voz que conserva frescura, un tono agradable y acariciante, colocación perfecta y sabiduría para no complicarse la existencia ni alardear de lo que no se tiene), pero sin duda la columna vertebral del espectáculo, su verdadera razón de ser, lo que lo distinguía de otros y lo transformaba en algo sobresaliente era ella hablando, haciendo cómplices a los espectadores de su mordacidad, su ironía, su gracejo, pareciendo que hablaba directamente con cada uno en privado, compartiendo intimidades, desgranando confidencias, bromeando sobre su carrera, sobre su vida, parodiando a otros artistas, riéndose de todo y de todos, empezando por ella misma. Las entradas habían volado, era imposible encontrar un hueco, pero aun así ella se mostraba sorprendida al ver a tanta gente, más aún porque la veíamos en domingo, el día de descanso en el mundo del espectáculo en Londres, y la función era a las cuatro de la tarde, horario no tan insólito por aquellos lares en que una sesión matinal empieza sobre las dos o dos y media –“¿Cómo es posible? ¡Es domingo por la tarde! ¿No tenían nada que hacer: pasear, estar con la familia, lo que fuese?”-; a continuación, preguntó las edades de los asistentes y se extrañó de que hubiese gente de menos de cuarenta años ante los que se sintió obligada a presentarse de manera que la comprendiesen –“¿Recuerdan Star Wars? Yo soy la madre de la Princesa Leia”, en un guiño que George Lucas hubiese debido recoger porque sería impagable verla por las galaxias junto a su hija Carrie-. A partir de ahí, todo fue un cúmulo de carcajadas, de sorpresas, de evocaciones: su vitriolo, su mala baba, su rencor, su sarcasmo, sus deudas pendientes se transformaban en arte, sus dardos envenenados eran chispeantes gracias a su saber decir, su perversidad quedaba matizada por su dominio del tempo escénico, su ironía demostraba inteligencia, reposo, para muchos podrá ser una mala persona (yo mismo lo había dicho en más de una ocasión) pero al menos es capaz de transmutarlo en espectáculo y cuando se ríe de algún defecto (incluso de una enfermedad) lo hace sin saña, exponiendo un hecho reconocible (de los artistas que adoramos nos parece bien y perfecto hasta lo prescindible, lo que les degrada, la difusa frontera que separa lo sublime de lo patético); y, así, recrea el modo de hablar de Katharine Hepburn y el temblor que el Parkinson fue aumentando según se cebaba en ella (y que la inmensa actriz transformó en parte de su manera de interpretar), consigue dar notas y gorgoritos al modo de Barbra Streisand, se transforma en Marlene Dietrich y su pierna parece diferente a como era unos segundos antes, lanza puyas hacia Taylor y Fisher (“ahí los tienen y aquí me ven”, frase lapidaria sobre el notorio deterioro físico de ambos –en ese momento (10 de mayo de 2010) los dos estaban vivos: Eddie Fisher moriría apenas cuatro meses después y Elizabeth Taylor poco antes de cumplirse un año-; “bueno, Eddie se marchó y yo me casé con un millonario”) y, como ya se señaló, no se toma en serio a sí misma (“Pregunté cómo hacer un espectáculo y me dijeron que eligiese mis hits y me pareció muy fácil porque sólo tengo uno” [Tammy]).
(izq a dcha: Óscar López, Debbie Reynolds, Pablo Vilaboy)
Al salir, nos dio por acercarnos a la puerta de artistas, sabíamos que siempre se paraba un rato con sus fans, pero ese día hacía un frío polar y lo único que encontramos fue a bastante gente haciendo cola en lo que pensamos tarea imposible; de todos modos, me quedé cogiendo turno mientras Pablo iba hacia la entrada de atrás del teatro por si al menos podía fotografiarla, volviendo poco después y diciendo que sólo habían entrado unos con un ramo de flores y que no se veía otro movimiento. Poco después, una empleada del teatro fue por toda la fila anunciando que la señorita Reynolds nos recibiría, se haría una foto con nosotros y firmaría hasta dos fotos, carátulas de películas o lo que se llevase (había gente muy bien provista y preparada, nosotros sólo llevábamos unos afiches cogidos en el teatro como recuerdo ya que no había nada de merchandising para comprar –según parece, con gran humildad, Debbie llevó en una maletita algunos programas con fotos y tal que agotó el primer día-). Y así fue: durante más de una hora recibió a todo el mundo de dos en dos en la entrada de artistas, sin perder el foco que la iluminaba como merece, simpática, cercana, jovial, esplendorosa, tratando al público con cariño, respeto y agradecimiento, regalándonos un momento inolvidable –como le dije en ese inglés que me brota sin pensarlo cuando topo con alguien con ella-, colocándonos en cada flanco para que la foto quedase perfecta, dándonos las palabras perfectas para definir el momento porque, al identificarnos como españoles, con su cascabeleo habitual dijo “tanto gusto”… ¡Y que usted lo diga!
Óscar López
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