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MARÍA LUISA PONTE: Carcajada salvaje


“Yo me siento orgullosísima de llamarme cómica. Aunque la gente del teatro prefiera emplear la palabra actores, somos cómicos, lo que no quiere decir que vayamos dando saltos por la calle. Me gusta esta palabra, me resulta muy atractiva y no quiero que se pierda”.


Así de rotunda expresaba su parecer sobre esta controversia, sobre el carácter peyorativo que tantas veces se imprime al vocablo “cómico”, así quería ser recordada una de las intérpretes que mayor dignidad, esplendor, categoría y calidad otorgó al oficio, a la profesión, a la palabra, una mujer cuyo nombre parece llevar incorporado un potente cañón para iluminar la escena, una actriz por desgracia irrepetible, una cómica esplendorosa y apabullante, un punto y aparte llamado María Luisa Ponte, por derecho propio, por y para siempre entre los del mundillo, pronunciado con un suspiro admirativo por el público, LA Ponte.


La frase que encabeza este escrito está extraída de su revelador y a ratos hilarante (incluso desopilante, de no poder parar) libro de memorias, al que ella se refería como novela, pronunciando con énfasis, anticipando lo que el lector iba a encontrarse: el resumen de una vida hecho sin tapujos, sin concesiones, llamando a las cosas por su nombre, poniendo los puntos sobre las íes, sin casarse con nadie ni reprimir su carácter volcánico, reprochándose algunas actitudes, dejando testimonio de las zancadillas recibidas, sin ocultar sus filias y muy especialmente sus fobias; ya el título, Contra viento y marea, deja muy claro el tono, es la punta del iceberg de una personalidad que no se dejaba amilanar, convencida y segura de su objetivo, sin afectación ni engreimiento pero sin la ñoñez de esa falsa modestia que se detecta con tres frases y resulta más soberbia que reconocer los méritos propios, los que otros han aplaudido y alabado antes.


(José Luis López Vázquez y M. Luisa Ponte en El verdugo (1963) de Luis G. Berlanga)


Tal vez no cuente la anécdota como sucedió, pero sí recuerdo quién la hizo pública (el mismo que la protagonizó) y el resultado de la misma, que es lo que importa: durante el rodaje de La Regenta (1995) para TVE ya era visible su deterioro físico (es incluso doloroso verla en pantalla porque la merma de sus facultades resulta clara pero, a pesar de todo, conserva su saber estar, su poderío, su magnetismo), fue de hecho su última interpretación, pero aún dejaba apabullados a sus compañeros por su sencillez interpretativa, su facilidad para transformarse en el personaje encomendado y fue por ello por lo que Carmelo Gómez (con el que ya había coincidido en Canción de cuna (1994), el film de José Luis Garci que le valió un Goya a la mejor actriz de reparto) le preguntó cómo hacía para decir los diálogos con esa naturalidad y ella respondió de un modo que el actor narraba y ponderaba como la mejor lección jamás recibida: “No es nada: sé lo que tengo que decir y, cuando me avisan de que es mi turno, voy y lo digo”. El declive de María Luisa fue muy rápido, casi podríamos decir voraz, porque apenas un año antes de este rodaje, en 1993, mantenía una actividad frenética: fue, precisamente, el momento en que se publicaron sus memorias, era una de las figurantes de lujo y recurrentes de la exitosa Farmacia de guardia, rodaba Canción de cuna (y exhibe todas sus armas, salta, corre, es tierna, se emociona, bufa cuando algo no le gusta –gracias a ella y al apoyo que le prestan Alfredo Landa y una estupenda y poco alabada Fiorella Faltoyano (verdadera columna vertebral de la cinta), la película transpira humanidad y veracidad-) y coincidía con un servidor en la cena del Premio Mayte (en la edición en que fue premiado Gustavo Pérez Puig por la reposición de Tres sombreros de copa), proporcionándome la ocasión de ser testigo muy directo y cercano de su grandeza, su sentido del humor, su empaque (vamos, estuve a punto de ponerme de rodillas, poco me faltó): los invitados eran saludados por los anfitriones, posaban para las cámaras y subían la escalera hasta el salón donde se iba a celebrar el evento, pasando al lado de los reporteros, de los redactores, de los que estábamos tomando nota de los asistentes; la Ponte vino con paso firme, se plantó, nos miró (precisamente a mi altura: ¡Inolvidable ese cruce de miradas!) y dijo “Buenas noches, soy María Luisa Ponte. Apúntenlo, para que no haya errores”, Jesús Mariñas, siempre muy dado a adquirir protagonismo, salió de la fila para besarla mientras le increpaba muerto de risa “Anda, no seas así, que ya sabemos muy bien quién eres, pero dinos quién te acompaña para que no especulemos ni nos confundamos” y entonces ella hizo un gesto muy característico, se revolvió cómicamente, apuntó una de sus impresionantes carcajadas y le espetó “¿Cómo me lo preguntas, infame? ¡Ella es la maravillosa nieta de la Ponte!”. Como les digo, sólo por ese momento, si hubiese sido un poco más osado (o más egocéntrico) habría caído rendido a sus pies para prometerle eterna pleitesía.


(María Luisa Ponte y Ana Belén en la serie de tv Fortunata y Jacinta (1980) de Mario Camus)


Las páginas de Contra viento y marea parecen un largo monólogo, las palabras están tomadas del decir de María Luisa, hay una elaboración, un tratamiento, pero se ha sabido respetar su modo de expresarse, sus interjecciones, sus intenciones, nadie que haya disfrutado de su arte podrá leer este libro sin reproducir sus maneras, sus tonos, sus cierres de frase, sus carcajadas, ese torrente incontenible al que sólo ella sabía refrenar cuando no convenía y lanzar sin esfuerzo para apostillar, dar brillo, provocar un cosquilleo en el público, estimularlo, esa risa sólo comparable a la de Celeste Holm (y que tanto envidiaba Bette Davis), esa que intentó enseñarle a Manuel Alexandre a principios de los años cuarenta y que él practicaba en la tertulia del Café Gijón (“Yo me ponía nerviosísima porque me parecía que se lo notaba, aunque nadie decía nada. “Si se le nota que no sabe reírse”, pensaba yo. Y es que no se reía de verdad, sino que ensayaba aprovechando la risa de los demás”), la que era como un latigazo en Bajarse al moro (la única oportunidad que tuve de disfrutarla pisando las tablas), ese montaje triunfal al que ella no tiene reparos en sacar defectos (especialmente en lo que a la dirección de Gerardo Malla), porque así es la Ponte (difícil utilizar el pretérito con personalidades de este calibre): lo que tiene que decir, lo que quiere contar lo hace y no se anda con metáforas ni con concesiones, tan sólo un par de veces omite nombres porque no quiere dar publicidad a quien no se lo merece. Así, no le duelen prendas en dar muestras de su permanente desencuentro con Berta Riaza, resquemor que viene desde que ambas formaron compañía junto a Luis Prendes y Ricardo Lucia, pero, tras representar El padre de Strindberg, preparando el montaje de Largo viaje hacia la noche, “Berta empezó a poner pegas… Se puso tan pesada que tuvimos que buscar otra obra, de Noël Coward, que nos cedía Luis Escobar (…) Y también se opuso porque teníamos que salir vestidos de traje de noche, y ella, que iba de socialista por la vida, no quería hacer una obra en la que se vistiese elegantemente. Todo era tan antipático que decidimos separarnos” (y aunque pueda haber quien piense que la Ponte tendía a la derecha por cierto comentario, en realidad tuvo continuos problemas durante el franquismo porque más de uno la tildaba de “rojilla”). Esta falta de entendimiento no hizo sino agudizarse con los años, aunque ya venía de cuando ambas habían coincidido en Todos eran mis hijos y María Luisa consideraba un error la elección de Berta ya que encarnaba a una muchacha de la que no se deja de ponderar su belleza, su elegancia, su prestancia y “claro, cuando Berta salía, siempre había una voz del público que decía tímidamente: “¡Qué feíta, qué feíta!” Y era lógico, porque nosotros habíamos dicho antes varias veces: “Es tan guapa, es tan guapa…” (…) Y la verdad, es que es feíta”. Tampoco se muerde la lengua para hablar de Miguel Narros, Gemma Cuervo o Luis Prendes, aunque de estos últimos recuperó y siguió cultivando la amistad a pesar de determinados sucesos, ni le importa contar (es honesta especialmente con ella misma: no se camufla ni maquilla) cómo se atrevió a increpar a la mismísima Catalina Bárcena cuando le explicaba la mejor manera de decir una frase (“Mire, doña Catalina, no lo puedo decir igual que usted, porque mi voz no es como la suya, porque usted es rubita y menudita, porque yo soy morena y dura. Yo lo tengo que decir así”. ¡Cómo se lo diría, con esa voz rotunda que siempre poseyó, que doña Catalina sólo repuso “Bueno, bueno, dígalo como quiera”!).


(María Luisa Ponte y Fernando Fernán Gómez en Moros y cristianos (1987) de Luis G. Berlanga)


También habla de los hombres, sobre todo de Agustín González, por supuesto, al que muchas veces llama por su nombre y apellido, como manteniéndole fuera de su intimidad, de la que compartieron tantos años, aunque cuando entra en el terreno más personal sí le menciona diciendo sólo “Agustín”; un ejemplo de cómo acomete la redacción de este libro (como una novela, conviene no olvidarlo) es cuando narra una anécdota en la que “paseaba con un actor, un compañero” al que no dejaba de pisar todo el rato, y al regañarle por no saber dónde ponía los pies se percató de que llevaba unos zapatos muy feos pero “aquel actor, muy joven por aquel entonces” no opinaba lo mismo y “total, que discutimos muchísimo por los zapatos. Desde entonces, Agustín González siempre se calza con distinción y elegancia”. ¿Se puede ser más grande? Lo peor de este libro (al margen de estar descatalogado) son las muchas funciones que uno no pudo ver y que, por desgracia, no van a encontrar el reparto idóneo para volver a los escenarios (o la cruel y vergonzante forma en que se le impidió representar su papel soñado en La enemiga de Dario Niccodemi, aunque aún guardo como oro en paño en mis retinas y en mi corazón el magistral momento que ofreció en un programa presentado por Jesús Hermida, cuando pudo desquitarse ofreciendo un conmovedor monólogo extraído de ese texto); lo mejor, los muchos trabajos de la Ponte que pueden revisarse gracias al cine y la televisión, la vigencia que nunca va a perder una actriz de una pieza, una cómica poseedora de un abanico inagotable de emociones, poderosa en el drama, contagiosa en la comedia, maravillosa siempre (si tienen la suerte de topar con un ejemplar en alguna librería de lance, no lo duden y, eso sí, prepárense para el capítulo en que recuerda algunos escafurcios y camelos dichos en escena –es decir, cuando el actor equivoca, confunde, farfulla la letra prevista-, ¡de ataque de risa incontenible!).


Óscar López


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